viernes, 7 de febrero de 2014

Medias, marcas y huellas

   El 3 de enero, a dos días de haber empezado mis vacaciones, me robaron. Perdí el celular, un GPS, una notebook, zapatillas y, lo más entrañable, 3 pares de medias que son la metáfora misma de una tendencia que comenzó en este país hace ya varios años. Me quedaban por delante otros 10 días de descanso.
   Dos días después, el 5 de enero, esos 3 pares de medias que probablemente ahora abriguen los pies de algún ladrón de Allen, una pequeña localidad de la provincia de Neuquén donde fue cometido el atraco que tuvo más de descuido que de violencia, habrían cumplido un año conmigo.
   Las medias las había comprado en Cuzco, Perú, cuando había llegado de Machu Pichu y todos los pares de medias que había llevado se me habían empapado; el clima en el altiplano en enero no suele ser muy benévolo.
   Bajé del hostel y, en medio de una de las calles más transitadas y ruidosas –aunque para nada turística- de todo Cuzco, encontré un local abierto a la calle donde se vendían todo tipo de productos; desde medias hasta juguetes. Y allí compré los tres pares que me costaron apenas 10 pesos y que hasta el día del robo permanecían impecables.
   Desde que me las compré, las usaba casi exclusivamente; haciendo cálculos rápidos, cada par de medias lo usé cerca de 75 veces, con lo cual, a 3,33 pesos el par, cada par de medias me terminó costando menos de 5 centavos –y aún siguen rindiendo-.
   La depreciación de la industria nacional en favor de las grandes empresas multinacionales ha llevado al país –al continente, quizás- a una situación que aparece como irreversible, en la cual, siempre, los menos favorecido por un mercado que excluye y quita oportunidades de vivir dignamente, son los más perjudicados.
   Buscar responsables es ahora algo que no vale demasiado la pena. Los más necesitados, acá, son los que en peores condiciones viven; y no sólo por las medias. Educación deficitaria, mala calidad de alimentos, servicios precarios y muchas otras falencias, se le deben sumar a la calidad de las prendas que a medida que su precio baja su fecha de “vencimiento” es cada vez más cercana.
   De lo que era la vieja industria nacional, donde no sólo la ropa, sino los electrodomésticos, los muebles y tantas otras cosas era casi de por vida, ahora sólo hay que esperar las migajas de un sistema que apenas si está capacitado para aportar materias primas cada vez de más baja calidad; y si, además, no se cuenta con el dinero necesario, peor aún.
   Todas las cosas tienen una fecha de caducidad estratégicamente puesta por el mercado. Para su reproducción y continuidad eterna, todo tiene que tener un tiempo de uso tal que permita un cambio por un producto de igual tipo, y de calidad inevitablemente inferior; así es como se mantiene una industria cada vez más dedicada a la producción en serie y sin una vida útil demasiado prolongada.
   Lavarropas, multiprocesadoras, pañales, licuadoras, medias, remeras, pantalones, camisas, todo entra en esta vorágine de consumo y descarte. Como parte de un sistema que se reproduce acentuando las diferencias y generando cada vez una brecha más grande, las cosas y las personas parecen perecer ante la poderosa presencia del mercado.
   Y ya no importa la calidad, porque nadie se fija en ella. En las llamadas ferias paraguayas seguramente la calidad de los productos sea infinitamente inferior a los de cualquier local de ropa de cualquier marca; pero la tentación por “la marca” hace que estos lugares existan como tales.
   Como corolario de la historia, tuve que comprarme nuevas medias para seguir con mis vacaciones. Y me compré, también, 3 pares, aunque de una conocida marca que, en oferta, me costaron 62 pesos; el calor imperante en enero hizo que no los usara más de 3 veces cada uno, y ya muestran algún signo de debilitamiento en sus punteras.
   Es que ese, quizás, sea el destino del mundo; mientras la expectativa de vida de las personas aumenta –en condiciones ideales-, la de las cosas es cada vez menor. Deliberado y arbitrario, así se plantea el escenario del consumo en los lugares donde la “revolución industrial” se instaló de la peor forma; la más discriminadora y cruel, que sigue generando desigualdad y violencia.

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