Casi sin
quererlo, la Plaza de Mayo vallada y vacía el miércoles 25 fue todo un símbolo;
de los tiempos que corren, sí, y de que ella misma –la plaza- se había tomado
ese día en soledad para llorar a una de sus más leales, corajudas e incansables
caminantes.
El martes, en La
Plata y a los 88 años, murió Adelina Alaye,
una de las personas que con más dolor, esperanza y fuerza recorrió, con
pasos primero enérgicos y cada vez más
apagados, las baldosas de una plaza que fue testigo de casi todas las manifestaciones
populares desde que la Patria es Patria; y antes también.
Nos dejó Adelina, una luchadora inclaudicable
que sólo quien está o estuvo en su situación puede dar justo testimonio del
dolor, del desamparo y el desasosiego.
Tuve la hermosa experiencia de conocerla, en su casa de la zona sur de La Plata, hace poco menos de 2 años, a poco, muy poco, de que mi hija naciera; y ahí pude comprender mejor el dolor que debe significar no ver nunca más a un hijo y lo desgarrador y enceguecedor a la vez de tener la esperanza de hacerlo, aún con la casi certeza de que esté muerto.
Tuve la hermosa experiencia de conocerla, en su casa de la zona sur de La Plata, hace poco menos de 2 años, a poco, muy poco, de que mi hija naciera; y ahí pude comprender mejor el dolor que debe significar no ver nunca más a un hijo y lo desgarrador y enceguecedor a la vez de tener la esperanza de hacerlo, aún con la casi certeza de que esté muerto.
Adelina no tenía
odio, o al menos no lo transmitía a flor de piel. Era clara, sensata, humilde,
paciente, meticulosa y llena de sabiduría; esa sabiduría que te da el dolor,
que es mezcla de templanza y firmeza.
Desde que su
hijo, Carlos, ex alumno de la escuela (…), fue secuestrado a los 21 años en
Ensenada, ella no tuvo otro horizonte que encontrarlo. Y me lo dijo; sus días,
sus horas, sus minutos estaban llenos de dolor, amor, angustia y la esperanza
de que algún día Carlitos llegara; o llegara, al menos, la confirmación de su
muerte.
Según dice en el
portal desaparecidos.org, Carlos “fue secuestrado
el 5 de mayo de 1977 por fuerzas presumiblemente de la marina con personal
civil perteneciente al agrupamiento CNU, un grupo de personas armadas se apostaron
en la cuadra de las calles Bossigna y Mexico de Ensenada. A eso de las 19, Carlos
pasó en bicicleta, en camino del trabajo a su casa. Uno de los secuestradores
lo paró y le pidió fuego. Al parar, Carlos lo reconoció y trató de escapar. Ahí
lo balearon, lo tiraron en la caja de
una camioneta y se lo llevaron. (…) Fue llevado inmediatamente al Centro
Clandestino de Detención “La Cacha”; aparentemente estuvo allí un tiempo antes
de ser asesinado”. Carlos, al momento de su desaparición, estaba esperando una
hija con Inés Ramos que luego se llamó Florencia.
Antes de este
episodio, Adelina, que conocía al dedillo las alternativas recién descriptas
del secuestro de su hijo, había trabajado en el ahora jardín de infantes 901, y
fue parte de nuestra comunidad donde dejó hermosos recuerdos en quienes la
frecuentaron. Después del secuestro, fuerzas militares fueron a la casa de
Carlos y la destrozaron – ver http://www.memoriaabierta.org.ar/vestigios/resultados2945b.html?busquedaa=Alaye%2C+Carlos-
Símbolo de la lucha por los ahora vapuleados
derechos humanos, a Adelina no le interesaban las medallas, ni las distinciones.
Ya sin la esperanza de poder encontrarlo con vida, al menos quería saber qué
habían hecho con él; y algo averiguó.
En esas
averiguaciones, claro, hubo muchas derivaciones, las cuales le llevaron a
escribir el libro “La marca de la infamia”, hace unos años, donde dejó al
descubierto la serie de complicidades civiles manifiestas –médicos, jueces,
personal del cementerio de La Plata, etc.- e inevitables para llevar a cabo la
última masacre que padeció este país.
Y lo hizo de
manera clara; con datos precisos, documentos incontrastables y demostrando que
lo suyo era, ante todo, la búsqueda de la verdad; de esa verdad que la había
dejado de lado durante muchos años, relegada a un lugar de lucha y a la sonrisa
cómplice y canalla a la vez, de los que decían comprenderla pero jamás le
echaban una mano.
Pero ella
siguió, contra todo. Marchando, investigando, amando, llorando, extrañando;
como una metáfora de la vida misma, que es a la vez dolor y euforia, alegría y tristeza,
y que requiere, siempre, estar de pie.
Amiga de mi
padre, ella, cada vez que lo veía, le preguntaba por mí; y estaba al tanto de
cada uno de los acontecimientos de mi vida y me mandaba su cariño. Es que, sin
dudas, todo el amor que quedó truco allá por el ’77 tenía que encontrar algún
canal de manifestación y los jóvenes, como ella decía, eran sus mejores
interlocutores.
Se murió Adelina,
la ejemplar Adelina; y se llevó miles de horrores que seguramente nadie más
podrá reproducir ni sentir. Se llevó la lucha, la duda y la angustia. Pero dejó
las convicciones, el ejemplo de lucha y la sensación de orgullo de pertenecer a
una parte del mundo que quiere que las cosas sean de una manera, y no de otra.