jueves, 22 de septiembre de 2011

Sobrinos,mascotas y Ong's

Hay una extraña relación entre tres factores, hasta ahora no desentrañada del todo: sobrinos, mascotas y ONG's -Organizaciones No Gubernamentales-. Cada una de estas tres variables puede parecer irreductible y, del mismo modo, imposible de vincular entre sí, pero pasaré a dar mis razones sobre estas tres situaciones, no excluyentes pero sí vinculantes.
Ante todo, vale mencionar que soy una persona que tiende a sospechar de todo, sobre todo cuando ese "todo" viene ligado a buenas acciones; y cuando esas buenas acciones están dirigidas hacia lugares cuyas consecuencias no son del todo claras, mucho más. Sobre las malas acciones, como su maldad e intención pareciera estar a la vista, no me planteo análisis semejantes.
Vayamos de a una.
Quizás porque no tenga ni vaya a tener jamás sobrinos directos -soy hijo ùnico y, a lo sumo, podría tener alguno que otro político-, admito que no comprendo en lo más mínimo a la gente que manifiesta una devoción excesiva hacia éstos. Hay gente que francamente se desvive por los sobrinos, y es esa conducta la que, a mí, me hace ruido; y mucho. Dejo de lado alguna supuesta elucubración del lector que crea que los chicos me son indiferentes, porque verdaderamente no es así; con ellos me vinculo de maravillas y hasta llego a quererlos con parecido entusiasmo que a los padres. Me une, con los pequeños, una relación transitiva de cariño; si quiero a los padres, raramente no quiera a los chicos. Tengo ahijado, y trato de ser con él un padrino copado.
Pero todo tiene su límite y es en honor a esa frontera que me termina creciendo la duda sobre la gente que adora a sus sobrinos más allá de todo. Si sobre su lomo no pesa su crianza; si su bienestar o malestar no va a estar siempre ligado a ellos, ¿cuán sano es que no se pueda tener una visión objetiva acerca de sus bondades?
En ese sentido, cabe mencionar que suelen ser sentimientos más comunes en mujeres que en varones estos del amor filial por los sobrinos, pero no es algo excluyente de ellas. Ahora bien, cuando el amor filial e incondicional por los sobrinos viene de una mujer, raramente se trate de una mujer con hijos o, lo cual puede sonar polémico, con una vida afectiva estable y planes concretos de prosperidad familiar. No son, en definitiva, emocionalmente estables.
En segunda instancia, el tema de las mascotas es algo que siempre me ha llamado la atención. Nunca tuve una mascota, y como sucede con los sobrinos, esto seguramente ha alentado mi análisis posterior. Como decía Seinfled en uno de sus monólogos, "si un extraterrestre baja de su plato volador y ve a una señora con su perro, que lo saca a pasear, lo baña, lo lava, la da de comer y, cuando hace sus necesidades se las levanta con una palita, seguramente termine pensando que el mundo está dominado por los perros"; nada más cerca a la realidad.
Así como el amor por los sobrinos merece un límite, necesita un coto, también estimo que debe suceder lo mismo con las mascotas, sobre todo los perros, que en esto se llevan la mejor parte. Esto, a diferencia de lo anterior, es algo que le puede suceder tanto a mujeres como a hombres, pero en ellas es más evidente que en ellos, tal vez por su menor temor a la exposición de su sensibilidad.
Con la anuencia que me dan muchos ejemplos que he sabido cosechar a lo largo de mi vida, debo admitir que las personas que muestran una excesiva devoción por las mascotas no tienen igual sentimiento por las personas, salvo que éstas sean de su contexto más cercano. Esto es tan extraño como llamativo y repetido. Es como que su cuota de compromiso con el prójimo se agotase en los animales y, con los demás hombres, ese sentimiento no aparece; muy por el contrario, se desvanece ante cualquier diferencia no necesariamente esencial.
Tras analizar estas dos variables, es preciso decir que no existe entre ellas una relación unívoca, pero que, si estas dos se juntan -cosa muy frecuente-, genera determinado tipo de personalidades muy específicas e inclinadas hacia una determinada manera de mirar el mundo, algo alejada de la mía -por eso mi crítica, claro-.
Es en este punto donde entran en juego las ONG's. Si alguien cumple con las dos cualidades previamente mencionadas, es mucho más proclive a caer en tentaciones sociales como la de generar Organizaciones No Gubernamentales para dejar su conciencia tranquila ante la sociedad; eso, o, si no tiene el compromiso necesario para coformarlas o formar parte de ellas, verlas con buenos ojos; como algo casi necesario.
Sobre esto habla Marx en un pasaje del Manifiesto Comunista:"El socialismo burgués o conservador es una parte de la burguesía que desea mitigar las injusticias sociales, para de este modo garantizar la perduración de la sociedad burguesa. Se encuentran en este bando los economistas, los filántropos, los humanitarios, los que aspiran a mejorar la situación de las clases obreras, los organizadores de actos de beneficencia, las sociedades protectoras de animales, los promotores de campañas contra el alcoholismo, los predicadores y reformadores sociales de toda laya".
Sin querer parecer tan fundamentalista como el padre del meterialimo histórico, creo que estas tendencias pueden aparecer con frecuencia entre muchos de los actores sociales de nuestros días, y en sus múltiples combinaciones; léase amates de sobrinos y mascotas o de mascotas y ONG's o de sobrinos y ONG's o, lo maximo, de las tres.
Dejo al lector la posibilidad de desentrañar y categorizar a estas personas. Sencillamente pretendía dejar por sentado algo que, por presente, a veces no es criticado -positiva o negativamente-.
Finalmente, un mundo sin sobrinos no sería posible; uno sin mascotas, probablemente sería algo inacabado -dejando de lado, claro, la relación de la cadena alimenticia- y en uno sin ONG's, las culpas serían lavadas en otros lugares, y/o tal vez se le daría lugar a los cambios más profundos.

martes, 23 de agosto de 2011

Sorprender o regalar

Como todo, los regalos tuvieron su momento de iniciación en la historia. Alguien, algún día, tuvo la brillante idea de “regalar” algo y, a partir de ahí, la cadena se hizo interminable.

El espíritu del regalo es algo que en sus seis letras involucra lo mágico de un momento y lo materializa en una cosa determinada. No hay razón por la cual hacer regalos, pero determinados eventos se pasan mucho mejor con ellos que ante su ausencia.

Un regalo, por lógica, es algo que tiene que complacer, fundamentalmente, a quien lo recibe –lo cual repercute de manera directa en quien realizó la compra -, razón por la cual puede ser elogioso que quien sea el destinatario tenga el buen tino de pedirlo lisa y llanamente o siquiera de sugerirlo entre una serie de opciones. La eficacia del regalo, entonces, también es de suma importancia, tanto para el usuario como para el regalador.

Existe, en este sentido, una tácita unión no siempre conveniente entre dos conceptos relacionados pero no necesariamente emparentados: regalo y sorpresa. Un regalo, en la gran mayoría de los casos, termina siendo una suerte de sorpresa, aunque más no sea por el objeto a regalar, pero muchas veces este vínculo termina por quitarle, lo que es en muchas ocasiones contraproducente, magia al noble acto de regalar.

Hay una parte de los regalos, entonces, que los hacen odiosos; algo oculto, misterioso pero a su vez terrible, que es cuando deben ser sorpresas. A título personal, siempre que el imperativo es “que sea sorpresa”, la presión actúa en mí de la peor manera. Me nubla y no me permite sentir placer a la hora de comprar algo porque nunca sé si va a ser, de hecho, una sorpresa.

Si dudo para comprarme cosas para mí, ¿cómo puedo estar ante la imposición de que, además de regalar algo, eso tenga que ser sorpresivo para el agasajado? No tengo capacidad de empatía y no me siento cómodo poniéndome “en los zapatos del otro” –otra de las frases hechas que erradicaría-, y es por ello que elegir un regalo con la carga de que sea sorpresa presume una angustia insoportable.

Por el contrario, suelo tender a dar sorpresas con regalos en días cualesquiera y en eso, para mí, radica la real dimensión de la sorpresa. Lo inesperado, muchas veces, obra a favor de la cosa regalada y le otorga un plus que lo hace valer por sí mismo. Pero cuando la idea es que el regalo de, por ejemplo, un cumpleaños, sea una sorpresa, toda la presión de la sensación de sorpresa que pueda sentir el receptor, está puesta únicamente en la cosa a regalar, y la obligan a tener un valor agregado infinito.

En esta dirección, a modo de apartado, cabe mencionar que las ocasiones propicias para regalar suelen ser cumpleaños, navidad, bautismos, casamientos, y los “días de”. En este último apartado quiero hacer una mención; existe el día del/la: padre, madre, abuelo/a, niño, ahijado, sobrino, y de miles de profesiones. Ahora bien, ¿nadie se preguntó jamás por qué no hay día del hijo? El del niño es un día que pudo haber sido concebido como día del hijo, pero por su pronta fecha de vencimiento se impone con fuerza la implantación del día del hijo. Todos hemos sido hijos alguna vez, y la sola condición de nuestra existencia –la de todos-, es la que le da crédito a todos los demás participantes de los otros días; sin hijos no hay padre, madre, abuelo, ahijado, etc. Por ende, estimo que sería un acto de justicia.

Volviendo al tema de la sorpresa, cabe mencionar que éste es un concepto, en estos días de un mundo cada vez más predecible y rutinario, sobrevalorado. Tan es así que su sentido más profundo, en muchas ocasiones, pierde fuerza y se llama sorpresa a cualquier cosa, aún cuando no represente un hecho sorpresivo.

De esta manera, cuando las sorpresas son antecedidas de una voluntad receptora –en el caso de los “regalos sorpresivos”-, se pierde el sentido más primordial de la palabra sorpresa. La sorpresa es algo inesperado, por lo cual “esperar una sorpresa” es un concepto ambiguo, carente de sentido y tedioso para quien debe, moderadamente, sorprender. Por eso soy más amigo de sorprender con un regalo cualquiera en una fecha cualquiera que hacer un esfuerzo sobrehumano por sorprender a alguien con un regalo para, por ejemplo, su cumpleaños, que es cuando más espera un regalo.

Cerrando el descargo, vale decir que amo recibir regalos, que, al no ser una persona con demasiados vericuetos, no me importa que me sorprendan –de hecho, cuanto menos sorpresivos, mejor- y que adoro, también, elogiar a las personas que quiero con regalos. Pero me matan las sorpresas.

lunes, 15 de agosto de 2011

Dar en el blanco

Después de más de dos horas, pude finalmente votar. Pude, en definitiva, elegir por séptima vez qué modelo de país quiero, expresar cómo pienso, ser libre en las cuatro paredes del cuarto oscuro y sentirme partícipe de un proceso nacional, aunque más no fuera desde el lado de los perdedores.
Caras y colas largas, interminables suspiros, reproches a veces absurdos y, una vez más, la valoración de lo pequeño por sobre lo trascendente; de lo que se puede cambiar por lo que debe seguir así.
La democracia exige, además de todos los supuestos sabidos, paciencia, adaptación y coherencia; lo mismo sucede con los procesos electorales. Paciencia para saber sobrellevar las pequeñas –en comparación- cuestiones perfectibles que tiene, adaptación a fin de entender cada contexto, cada beneficio y cada perjuicio que implica y coherencia antes de opinar ligeramente ante algunos errores ciertamente menores que puede presentar.
En lugar de primar la importancia de elegir, el vital valor de sentirnos parte de una sociedad que, de a poco, quiere madurar, que necesita ser mejor y que demanda cambios profundos, la mirada sencilla, el análisis a corto plazo y el olvido, la desmemoria y la falta de racionalización que implica la rutina, aparecen mellando prácticas tan vitales como la del domingo 14.
Todo sistema es plausible de ser modificado, de ser mejorado y perfeccionado para que haya cada vez menos quejas y menos objeciones. Todo, sin dejar nada de lado, puede sufrir alteraciones que lo enriquezcan y lo hagan mejor para la gente. Pero es esa gente la no debe detenerse en los pequeños vicios que pueden hacerlo tedioso, insufrible y cansador, y reparar, por sobre todas las cosas, en los bondades insuperables de un régimen que sólo será más acabado en la medida que todos participemos activa y comprometidamente para que así sea.
Las redes sociales, más allá de algunas prácticas indeseables que puedan tener, son, en ocasiones, fieles reflejos de estados de ánimo de la gente, sobre todo de la más joven; la más escéptica, quizás, en este tipo de escenarios. En la jornada del domingo, en ellas abundaban las quejas con frases que subestimaban al proceso electoral poniéndolo en el lugar de una práctica inútil, aún antes de los primeros resultados; esto quiere decir que, más allá de cómo salga todo, el solo hecho de votar perdía valor en sí mismo y se convertía en una carga.
No eran los candidatos, ni la cantidad interminable de papeles sobre los cuales dirimir, ni los proyectos en danza el motivo de las quejas; en cambio, el rechazo estaba dirigido, en mucha gente, al tiempo que se estaban “perdiendo” en ese acto. ¿Podría ser más organizado? Es probable ¿Debería ser una auténtica fiesta cívica y no lo es? Tal vez; pero eso no puede por sí solo ser un motivo de queja permanente.
Nada puede hacer pensar con seriedad que en un país como el nuestro, con nuestras enormes falencias organizativas en varios aspectos, se pueda organizar amablemente una elección, que es nada más y nada menos que el único proceso preparado para que, en menos de diez horas, participen todos los habitantes de más de 18 años del país, algo más de 20 millones de personas. En este contexto es donde las quejas se hacen sordas y las palabras vacías de contenido. Como en varios otros aspectos, no hay soluciones mágicas; sólo trabajo a largo plazo, coherencia y paciencia.
Votar es, quizás, la única –o la más noble- acción cívica que nos iguala y en países donde éste es un valor que se reclama permanentemente, debería ser tenido en cuenta. Todos, sin exceptuar a nadie, somos, en definitiva, un número en el recuento final, y eso se palpa en cada uno de los lugares para votar. Nadie necesita más que un par de condiciones indispensables y al alcance de todos para poder sufragar y en eso radica la magia igualatoria de este proceso, vital y a esta altura incuestionable.
Las elecciones primarias del domingo fueron un avance en muchos aspectos. Sabernos parte de una sociedad inacabada, partícipes de una democracia que aún debe cernirse sobre bases sólidas y valederas, es la primera premisa desde la cual merece ser analizada esta preelección, mucho más allá de los resultados.
Lo del domingo no puede sino redundar en un electorado más informado, más preparado y necesariamente más comprometido para la crucial refrenda de octubre. Y todos esos son valores que se necesitan en nuestra tierra, tan rica y devastada a la vez.
Particularmente, en el proceso eleccionario del domingo se dio un fenómeno que se venía marcando hace ya algunos años y que lograron capitalizar los que mejor supieron comprenderlo. La afluencia de gente joven a la política no hace otra cosa que renovar viejos estamentos hasta ahora estancados y pertenecientes a una generación que necesariamente debe cederle el paso a la nueva, cargada, tal vez, de nuevos aires y nuevos proyectos, pero ciertamente sin el hastío de la precedente. El desafío que se impone, entonces, es el de llegar con un discurso claro y convincente a un electorado joven que podrá, de acuerdo a la eficacia del mensaje, captar voluntades y transformarlas, con el correr de los años, en proyectos. A la luz de los resultados, esa parece la única alternativa para lograr el éxito.
De todas formas, tratar de desglosar las motivaciones de un electorado tan vasto como heterogéneo puede llevar mucho tiempo y, aún así, se puede hacerlo con un porcentaje de error mayúsculo. Pero lo importante, lo que debería primar a la hora de evaluar los pro y los contra, es que, cuando lleguemos a octubre, millones de chicos que votaban por primera vez el domingo, ya tendrán, aunque sea, una mínima experiencia previa para, en caso de que así lo deseen, ocuparse más de lleno en las propuestas y menos en los rutinarios mecanismos.
Con mis 31 años, soy de una generación que, si bien no nació en democracia, creció en un país en el que todos querían que esa fuera la forma imperante de hacer política. En un país que, en mayor o menor medida, reivindicaba las bondades de un sistema perfectible, pero hasta ahora no superado. Cada elección, entonces, debería ser tomada como la posibilidad que tiene cada uno de nosotros de cambiar el estado de las cosas y no ser despreciada por disgustos menores como el tiempo de demora o la falta de organización. Después de todo, no es nada perder dos horas de un domingo, a cambio de seguir sintiéndonos moderadamente libres.

jueves, 11 de agosto de 2011

¡Alto ahí!

No sé cómo se configura el poder a partir de la altura. Hay algún poder mágico en el tamaño que va diagramando casi instantáneamente las relaciones humanas. Las dimensiones de las cosas tienen la propiedad de configurar muchas veces complejos entramados.
Mi escaso metro 68 –algunos dicen 69, pero en honor al artículo mantendré el 68- me ha llevado a medir –valga la redundancia- todas las cosas desde valores cuantificables; desde medidas más que desde usos o empleos.
Tuve, alguna vez, la vana esperanza de medir más, y algunos datos me podían llegar a amigar con ese anhelo; pero la historia fue justa y estricta y fijó para mí este cuerpo, aunque, por ejemplo, mi pie sea el de alguien de, por lo menos, un metro 75.
Hábil para varios deportes –salvo para el básquet, claro-, este fue el único punto en el que se podría decir que mi estatura pudo haberme beneficiado –es más fácil manejar un cuerpo pequeño que uno de grandes dimensiones-, pero, si bien amo los deportes, tengo la tendencia de reparar en las cosas en contra que en las a favor. Y el ejercicio del poder es una de ellas.
Ha habido históricamente líderes de todos los tamaños y todas las dimensiones. Lo sé, lo viví y lo analicé muchas veces antes de lanzarme a escribir este artículo. Pero el poder es un valor tan intricado que analizarlo sólo desde su posesión parecería, a priori, algo demasiado parcializado. No es lo mismo el respeto que se le tiene a un líder alto que a uno petizo; mientras que al alto se lo escucha, se lo venera, se lo mira muchas veces desde la admiración, con el líder pequeño tiende a pasar algo más parecido a la empatía y al afecto, lo cual no le quita poder, pero le resta importancia.
El ejercicio del poder, decía, es algo que siempre me llamó poderosamente la atención. Lejos de tener pretensiones demasiado elevadas, pretendo, en cambio, desglosar algunas de las facetas más elementales de esta dinámica e interesante práctica.
No sé vincularme con el poder; desconozco las razones profundas de este síntoma, pero en principio podría decir que tiene que ver con mi altura. Soy, eso sí, un líder carismático; mucha gente me apoya, aunque nadie definitivamente me sigue. No sé, decía, relacionarme con el poder desde la altura; desde su falta o desde su exceso.
Por ejemplo; mi condición de heterosexual me ha llevado, en mis años mozos, a vincularme con las mujeres siempre desde el afán de conquista. Hoy por hoy pasa algo similar, aunque con diferentes intenciones. Me pasa eso, decía, con todas las mujeres, salvo con las altas. Algo en ellas me paraliza; me hace sentirme incapaz de conquistarlas y, por ende, de relacionarme con ellas. No sé cómo actuar; no sé si rechazarlas, no hablarle, mostrarle mi costado más miserable o, sencillamente, ignorarlas y seguir mi vida –algo que no puedo hacer con nada-. Siento, también, lo que decía que pasa con los líderes petizos: creo que ellas tienen cierta simpatía bonachona conmigo; vengo a ser algo así como una mascota –para mi imaginario-.
Volviendo al tema del deporte, soy de esos que se compra cada guía deportiva que aparezca para ver la altura de los jugadores. Aunque no parezca en la superficie, la altura me afecta con cosas que van corroyendo mi cotidiana realidad. Muchas veces, mientras camino por alguna calle céntrica y percibo un hombre menor que yo, me regodeo e intento pasar al lado suyo para sentirme algo más alto.
Por otra parte, a los petizos, salvo las cuestiones físicas, todo les cuesta más trabajo. Imponerse, ser escuchado rápidamente, comprar ropa que le quede bien en la primera postura, etc -por cada cinco o seis pantalones que me compro, es tanto lo que corto que perfectamente podría hacerme, con esa tela, uno nuevo-. Pero no renegamos de ellos; sencillamente nos adaptamos, como lo hacemos con todo.
En definitiva, la altura es algo que para mí opera con una determinación en mi vida que pocas cosas la tienen. El mundo se divide entre altos y bajos, y la distinción creo que no me favorece. De todas maneras, jamás volveré a usar borceguíes y seguiré con mis zapatillas chatas, cueste lo que cueste.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Mirar hacia adentro

Hace algunos años tuve una revelación. Unos norteamericanos habían ido a visitar ocasionalmente mi casa y, mientras lavaba los platos después de la comida con la canilla abierta –como se suele hacer aquí-, una de las jóvenes extranjeras me dijo: “¿No cierran la canilla cuando lavan los platos? Qué gran ventaja tienen”. En ese momento no reparé demasiado en el detalle y terminé mi tarea.
La crisis educativa que padece hoy Chile, con muchos jóvenes reclamando igualdad de oportunidades educativas, gratuidad y mejores posibilidades de aprendizaje, pone en relieve, más allá de la debacle de una particular forma de tomar a la educación como un “bien de consumo”- según dijo su propio presidente Piñera-, un derecho al cual tenemos acceso todos, pero en el que pocos parecemos detenernos a valorar.
La estandarización de algunos logros que Argentina tiene como sociedad –como la educación pública o la salud pública-, no hace visible ni analizable el trascendente valor que éstos tienen en el seno de sociedades llenas de vacíos y de cosas por resolver como la nuestra.
Resulta, por el contrario, mucho más “vendible” hablar de las muchas falencias que Argentina tiene como país –innegables, ciertamente-, que salir un poco de la vorágine cotidiana y detenerse a pensar, quizás, en el trascendente derecho que poseemos todos de manera equitativa y que será el único que puede hacernos más fuertes, mejores y más preparados para afrontar las peripecias de un mundo y una realidad cada vez más complejos.
La educación argentina es considerada una de las más avanzadas y progresistas de América Latina junto a Cuba y Uruguay. Su gratuidad, entonces, hace que todos puedan tener acceso a ella y resulta ser la herramienta más inclusiva de un mundo que amerita una preparación para no quedar al margen.
Sistemas educativos como el chileno o el de algunos países europeos, no pueden sino sucumbir ante las desigualdades de un sistema excluyente que da lugar para pocos; para los pocos que tengan los medios para afrontarlo. Nada es posible sin educación; ningún logro será bien capitalizado sin una plataforma educativa sólida, tanto desde el ámbito formal como desde el informal. Lejos de garantizar el éxito –de acuerdo a cómo se entiende el éxito en el mundo de hoy-, la educación ayuda a atesorar y emplear mejor lo que se tiene y hasta lo que no se posee.
Lejos de analizar puramente el conflicto chileno, donde son muchas las aristas posibles desde las cuales desmenuzarlo, trato, en cambio, de hacer un llamado a un análisis introspectivo hacia lo bueno que tiene esta sociedad y que lo tuvo en toda su historia. A partir de una iniciativa apoyada por todos los diputados, por ejemplo, ahora Argentina destina más del 6 por ciento del PBI a la educación; más del triple de países como, por ejemplo, Chile.
Una carrera promedio de una universidad del Estado en Chile, tiene un costo de algo de 2.500 pesos mensuales. Para ello, el Estado hace préstamos con un alto interés-de algo del 20 por ciento- a las familias incapaces de solventar los estudios de sus hijos. El sueldo mínimo en Chile es de poco más de 1600 pesos.
Con 42 universidades públicas, Argentina es uno de los países mayor cantidad de centros de estudios verdaderamente estatales por habitante del planeta. Esto no es un dato menor si se sabe apreciar y se le sabe dar el correspondiente valor. Además, salvo en determinadas carreras, las empresas tienden a valorar más los títulos de universidades públicas que privadas; ergo, el mercado sabe, aunque mire para otro lado.
Sudamérica es una zona pobre en términos económicos; voluntariamente excluída del mapa de todas las grandes e históricas potencias industriales del mundo. No hay soluciones mágicas ni fórmulas repentinas que la saquen de su lugar de espectador de muchas de las grandes epopeyas. Con este panorama, ¿cómo no va a ser importantísima la educación pública?
Hay que entenderlo: la educación es la única y más importante herramienta para salir de cualquier lugar incómodo. Que sea gratuita le otorga, además, la categoría de derecho que debe tener en sociedades que aún con ella sufren de la exclusión y la pobreza como la nuestra. Mientras eso no se valore como corresponda, cualquier otra ecuación terminará, indefectiblemente, en el fracaso.

martes, 2 de agosto de 2011

Todos los pelos van al cielo

Hay decisiones que en la vida significan mucho más de lo que aparentan. Son esas pequeñas cosas las que, en definitiva, terminan definiendo mucho más de las personas que las grandes elecciones, siempre ligadas a cuestiones más de grupo que del todo personales.
A mí me pasa eso con el mundo peluqueril, si es que cabe esta expreión. Como buen reparador en el costado estético de las cosas, el mundo del pelo siempre fue algo que me llamó poderosamente la atención y esto, en relación al look, a mi look, desde pequeño ha modificado mis hábitos y conductas.
Me sabía, cuando era chico, alguien que no había sido tocado por la varita de la belleza; entonces, dese pequeño todas mis armas de seducción comenzaban con una optimización del look, y esto guarda una íntima relación con el tema a tratar de aquí en adelante.
"El pelo es el marco de la cara", reconocía una publicidad de los '90. Y nada más certero.
Hoy, con mis tres décadas de vida, ya puedo relajarme apenas un poco más. Pero yo era de esos que, cuando era niño, para evitar que el sock fuera más fuerte en la escuela, elegía cortarme el pelo los viernes. El lunes, pensaba, cuando regreara a la escuela, el pelo iba a crecer más y el imapacto iba a ser menor.
Antes de ir a cortarme el pelo tardo, lo evalúo, lo pienso, lo medito. Rara vez he ido de manera intempestiva porque sé que de su resultado depende en gran parte mi autoestima, mi humor y hasta mi apreciación de las cosas. Si el corte de pelo me quedó mal, suelo aparecer misrable ante el mundo; mirarlo con desconfianza. No sé relacionarme desde la propia convicción de la fealdad personal; es una carga demasiado pesada.
Tuvo, sobre todo de niño, algo de tortura para mí la peluqería. Tiene, hoy por hoy, algo parecido. El colmo me pasó hace no mucho tiempo, cuando entré a la peluquería que frecuento y del sillón, un nene de apenas 10 añitos, cometía la osadía de pedirle al peluquero lo que quería. "Desmechadito y con caída del flequillo", le dijo. Me quedé consternado, asorado; literalmente no entendía nada.
El mundo se ha desarrollado de manera tal que un nene se da el permiso de este tipo de órdenes, y el peluquero de acatar sus pedidos; el poder del dinero y la fama de los más chiquitos ha obrado para hacer esto posible. Recuerdo, con nitidez pero también con algo de nostalgia y dolor, que en mis primeros años, pocas veces iba solo a la peluquería; pero si, por casualidad, me tocaba ir solo, mi papel se limitaba a quedarme quieto en la silla, esperando que mi torturador me hiciera literalmente lo que quisiera, cosa que siempre terminaba mal, obvio.
La moda, junto a la aparición en la pantalla chica de chicos cada vez más pequeños les ha dado a éstos un poder inconmensurable, que se traduce en actos como este. No está mal, para nada; pero configura de la manera más cruda esta tendencia de la sociedad.
Por otra parte, los peluqueros suelen ser una clase de personas cuyos intereses están siempre lejos mío. Demuestran otras inquietudes y generan diálogos a veces lastimosos. De todas maneras, tiene que pasar algo literalemente trágico para que ose cambiar de peluquería. Este es un síntoma que me pasa con otras cosas -ya he publicado, por ejemplo, mi caso con las verdulerías-, pero la diferencia que hay con los peluqueros es que la traición es más evidente que en cualquier otro rubro: salvo que lleve una capucha, el pelo corto delata y, no sé por qué estúpida razón, creo que me sentiría en la obligación de mentirle con cosas como "me compré una maquinita" o "me cortó mi prima que está haciendo el curso", a lo cual le seguiría instantáeamente un "pero en cuanto me crezca vuelvo con vos; me dejó un desastre", y hasta quizás un "chau, perdón", final.
Como suelo hacer en otros ámbitos de la vida, genero con el peluquero una cierta relación -a veces a pesar mío- desde la simpatía -fiel ladera de mis días- que me da el permiso de, tal vez impulsado por el osado niño, pedirle qué tipo de corte quiero y eso es algo que también me frena a la hora de cambiar de esteta; con un peluquero nuevo jamás haría eso por temor a que me tilde de "mariquita".
Como toda actividad, la peluqueril tiene algunos vicios fácilmente reconocibles por el rápido pensador y tiene algunas conductas que se repiten. El peluquero siempre corta de más; aman los autos -no las carreras, los autos- y el fútbol -si tiene hijos, el infantil-; la mayoría de los que tienen menos de 40, tienen mechitas, peinados "de moda" o algún distintivo especial; y "el pelo crece", es la respuesta que denota que el corte te queda pésimamente mal.
En definitiva, mi pesada relación con el mundo de las tijeras y las navajas seguirá siendo tan compleja como hasta ahora, pero enhorabuena que aún puedo ir. Peor sería ser pelado

jueves, 28 de julio de 2011

Mamarrachos y otras yerbas

En mis años de estudio en la facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad de La Plata pude aprender muchas cosas acerca de esta interesante y apasionante actividad, pero la primordial era la de procurar cierto grado de imparcialidad, algo así como una supuesta objetividad.

La mediatización de muchas de las manifestaciones periodísticas –noticieros, programas informativos, flashes cada media hora, etc.- ha redundado en la perturbación de esta objetividad a la cual se debería perseguir y cada vez menos se honra. La gente no parece querer productos crudos; parece que cada vez más se busca la noticia elaborada, con su correspondiente baja de línea lo más explícita posible.

Algo –mucho- de esto tuvo que ver con la proliferación de canales informativos en el cable, y algo de eso hay en esta nueva forma de percibir el periodismo como show desde muchos y muy diversos ángulos. Pasar las 24 horas repitiendo incansablemente las mismas noticias, obliga, para que la gente no pierda las ganas de seguir consumiéndolas, a buscar estrategias comunicativas tendientes a la empatía con el televidente. Hace falta entretener, más que informar y comprender.

Taladrar el cerebro de los espectadores con las mismas noticias durante varias horas seguidas, repitiendo como loros palabras e imágenes, es la mejor forma que encuentran estas empresas para evitar la pausa, el análisis y la generación de pensamiento de quienes consumen las casi siempre malas nuevas. Además, por si algo hace falta para el “adoctrinamiento” de la gente, cada tanto mechan alguna opinión desde el más llano sentido común en el medio; ese que se cree inapelable pero que carece de un pensamiento previo demasiado elaborado.

Algunas de esas estrategias suelen caer de manera invariable en el humor, siempre acartonado, de los presentadores de turno -cada vez menos presentadores y más editorialistas de la empresa para la que trabajan- lo cual matiza las noticias con puntos de vista e ironías de todo tipo que tenuemente se van filtrando en la mente del televidente, a veces sentado ahí de manera intencionada y otras tantas circunstancial.

Salvo algunas excepciones –ya casi inexistentes-, la total pérdida de objetividad genera que el espectador sepa de antemano qué canal sintonizar para consumir las noticias que más se acerquen a su voluntad de consumo para, de esta forma, seguir prolongando su visión del mundo sin modificarla ni enriquecerla.

Uno de los temas que ha despertado esta creciente tendencia fue la reciente “federalización” del torneo de fútbol organizado por la AFA. Suspicacias de toda índole, sumadas a ironías y a términos alegremente pronunciados como “mamarracho”, han atentado contra una de las pretensiones que debería tener la actividad del periodismo.

Sea o no un mamarracho, eso no es tema de análisis de esta columna. Es un verdadero mamarracho que el presentador de una noticia, alguien que debería tener una mirada imparcial, se dé el permiso para atentar de esta manera contra el que quizás deba ser el mayor valor del periodismo, junto a la credibilidad, clasificando de este modo la noticia a presentar de antemano, antes de ser puesta en debate.

Pero el espectador no reclama seriedad; no persigue el análisis personal. La comodidad es una de las marcas registradas de este nuevo tiempo y no pensar demasiado se presenta como una forma interesante de consumir de la misma forma noticias que hamburguesas.

Y justamente es esa cultura del fast food la que parece prevalecer en el consumo de la noticia como un producto previamente procesado. Y como todo producto previamente procesado, suele ser nocivo para quien lo percibe porque no se sabe cuál fue el proceso de elaboración por el que pasó.

Esta tendencia, probablemente también presente en otros países, se da, en parte, por la aparición, en el papel de periodistas, de personajes que no han tenido una formación adecuada para esta tarea. Son emergentes de un fenómeno superior, que es el de la importancia crucial de los medios en la sociedad, que busca, en lugar de comunicar puramente, generar, mediante la utilización de figuras con cierto “estatus”, la proliferación de ideas más de que noticias. Algo muy parecido pasa y pasó con la política.

Todo artículo –este no queda exento de esta definición- tiene implícito de manera más o menos evidente, la opinión de quien lo realiza o de quien lo soporta. Pero también es de buen comunicador no caer en figuras repetidas e innecesarias para, de este modo, tratar de seguir nivelando desde la actividad las cosas hacia abajo. Generar debates, razonamientos y libres asociaciones es mucho más rico que prolongar el letargo de una sociedad que devora noticias al mismo ritmo que hamburguesas.

martes, 26 de julio de 2011

Elogio del conflicto

Las sociedades aparentemente perfectas tienen ese “no sé qué” que las hace igual o más impredecibles que las teóricamente imperfectas. En ellas abundan las caras felices, impolutas y una especie de represión constante que se palpa en el denso y fresco aire de sus ciudades y pueblitos.

En estas sociedades conviven el bien y el mal en tácita armonía; en una escalofriante tensión que hace que el menor temblor termine en matanzas indiscriminadas, atentados terroristas o hecatombes de cualquier nivel como la que sucedió días atrás en Noruega.

El conflicto, padre de todos los progresos, nace, se genera, en el seno de sociedades complejas, ricas y con voluntad de cambio. Aún cuando el cambio pareciera no ser necesario, es el conflicto quien lo lleva a la superficie y lo convierte, mágicamente, en presente. Antecesor de la crisis, el conflicto deviene crítico cuando no halla en el seno de una sociedad, de un grupo, la respuesta deseada o bien encuentra la contraposición a su deseo inicial.

Paradójicamente, en estas “sociedades ideales”, los conflictos parecen no tener lugar; no encontrar en las puras almas de quienes las habitan lugar donde desarrollarse. El bienestar, ese confortable colchón de plumas donde muchos osan descansar, pero pocos pueden siquiera estar cerca, parece haber nacido mágicamente, y es el otro quien, con su ausencia, no configura un ente a ser atendido. “Todos tendremos nuestro plácido colchón, tarde o temprano”, parece el mensaje de los rostros felices.

Pero donde no existe el conflicto abunda el miedo; y el miedo constantemente reprimido no puede sino traducirse en locura. Los años de terapia me han llevado a asumir los miedos; a saberme débil ante su grandeza, pero fuerte ante su posible solución. Y para combatir el miedo hace falta nada más y nada menos que conflicto, repreguntas y cuestionamientos de toda índole.

La aldea del terror

Sociedades como la que Aldus Huxley retrataba en su libro “Un mundo feliz”, allá por la década del ’30, parecen no tener lugar para el análisis, para la discusión, para la saludable confrontación de ideas profundas y en pos de cambios siempre necesarios. Allí, el valor de lo dado se impone ante el de lo conseguido y muchas de las cosas pierden significado.

Es tal el temor al cambio, que estas sociedades tienen que buscar diversos lugares de manifestación de su miedo, lo más implícitos y decorados posibles. Una de las sociedades que, como la noruega, viven en ese cálido remanso, es la belga. Bruselas, su capital, lo es también de la Unión Europea desde 1958, y ella es uno de los perfectos ejemplos de comunidades armoniosas. Neutral en cuanto conflicto ha habido y con estándares de vida bien posicionados, la belga es una sociedad en la cual todo parece andar “como se debe”.

A fines de la década del ’50, nace en este país, de la mano del dibujante Peyo, la serie animada Los Pitufos, una de las más cándidas imágenes que retengo de mi infancia. Estos entrañables personajitos azules, tenían en su aldea la sana convivencia de muchas criaturitas iguales pero distintas –algo ciertamente ideal-, que hacían su vida más entrañable aún.

Como toda producción cultural, Los Pitufos han sido y son motivo de análisis de muchos, y se ha llegado a decir, con cierto grado de aceptación, que era la representación de la sociedad marxista, esa que tanto aterra a las sociedades abundantes, presas de su juego dialéctico. Todos habitantes iguales, con igual acceso a los medios y los modos de producción, conviviendo en una sociedad en la cual nada abundaba pero nada más que lo que tenían hacía falta para ser felices. Según este análisis, el villano de turno, Gargamel, venía a ser la representación del capitalismo, y su desmesurada ambición iba en contra de los Pitufos; “aunque sea lo último que haga”, repetía incesantemente.

Así como el humor es, según Freud, una de las formas que tiene el inconciente de manifestarse, las sanas historietas también parecen ser algo por el estilo. Que Los Pitufos nazcan en el interior de una sociedad como la belga –o bien podría ser la noruega- no es casual: tiene esa misma lógica y muestra, de manera contraria, los mismos miedos que ahora florecieron en el atentado; sólo que hizo falta un dibujito para que salieran a la superficie.

Dicho sea de paso, el detenido por la salvaje matanza aseguró que necesitaba perpetrar estos atentados para salvar Noruega y Europa occidental de los musulmanes y del marxismo cultural. Interesante, ¿no?.

Argentina, aquí y ahora

Nuestra sociedad raramente sea el caldo de cultivo de personalidades de una excentricidad como la que demostró el joven noruego.

De un tiempo a esta parte, con el devenir de algunas figuras al siempre cambiante escenario político nacional, se ha intentado erradicar el conflicto; se ha pretendido hacer creer que el conflicto no conduce sino a estériles peleas y menosprecios que nada tienen que ver con la política, sino que, más bien, son de patoteros inadaptados.

El marketing de la “buena onda”, que llena espacios de frases hechas, palabras alegres y caras sonrientes, cada vez se impone más y día a día parece tener más adeptos. Interminables frases sin significado alguno, no hacen otra cosa que demostrar lo que la gente cree querer, pero que, en realidad, es lo que quieren que quieran quienes las manejan.

Nada es posible sin conflicto, sin roces, sin cruces. Nadie podrá, jamás, progresar sin un previo cuestionamiento. Y en sociedades como la nuestra, donde aún hay mucho por hacer, es prácticamente imposible vivir sin el conflicto, casi permanente, que nos impone la cotidiana realidad.

¿A quién beneficia el no conflicto? A quienes no les conviene modificar nada de lo establecido, cuando en realidad lo establecido puede chocar, inclusive, con sus intereses –la inseguridad tiene algo de esto-.

Tener ideas y confrontarlas con quien tiene otras es parte de la sana dialéctica democrática que nunca se debe perder, sobre todo en países como Argentina, donde aún queda mucho por hacer y aprender.

Tratar de demonizar el conflicto, la puja, es la manera más vil de conservar, a cualquier precio, el estado de las cosas, y de seguir transitando la historia como meros espectadores, mientras muchos ven cómo se pasan las oportunidades delante de sus narices. Pero, como ya he mencionado anteriormente, muchas veces, erradicar el conflicto, la disputa, el debate, se vuelve en contra de quienes lo evitan y termina redundando en daños mayores.

En una sociedad como la nuestra, se necesita gente conflictuada, debate, cuestionamiento y, en definitiva, una dialéctica que, invariablemente, se traducirá en progreso. Caso contrario, la política será sólo bicisendas, globos y maquillaje, y sólo podremos recurrir a los Pitufos para ver chicos felices.

martes, 19 de julio de 2011

Con la democracia también se opina


Las pasadas elecciones a Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, no han hecho otra cosa que refrendar algo que ya se veía, aunque quizás no de la manera que se mostró, probable.
El inapelable –en cuanto a la cantidad de sufragios obtenidos- triunfo de Macri –reniego de los absurdos gentilicios como “macrismo”- dio letra para que muchos elucubrasen lecturas posibles de lo que fue una elección que no sufrió, a decir verdad, demasiados cambios en cuanto a la composición de un electorado tendiente a seguir ese modelo de Ciudad.
Como contraposición, algunas declaraciones del lado de “los perdedores”, dieron lugar a figuras retóricas complejas por lo confusas, pero elementales por lo erróneas por parte de quienes salieron victoriosos. Dentro del cúmulo de esas expresiones acerca de lo que dejó en claro la elección de la Ciudad de Buenos Aires, probablemente la que más ruido hizo fue la columna de Fito Páez que Página 12 publicó en su edición del martes siguiente a los comicios.
Con expresiones exageradas y poco felices –como el “asco”-, aunque con algunas figuras lingüísticas interesantes, la columna en la que el músico expresó su manifiesto rechazo al casi 50% del electorado porteño suscitó un sinfín de voces contrarias –lo cual no está del todo mal- que, de manera simple, calificaban esa actitud de “fascista”, intolerante o contraria de las bondades de una democracia que bajo ningún aspecto se vio menoscabada a partir de dichas palabras.
La democracia es, a grandes rasgos, el sistema mediante el cual el pueblo elige a su gobernante. Ni más ni menos. Ahora bien, tratar de equiparar la elección de un candidato político –que en el fondo no suele ser más que la expresión de una ideología- con cualquier otra elección de la vida cotidiana, sólo para terminar redundando en una crítica hacia quien la juzga de manera negativa, es algo, por lo menos, cuestionable.
“Así como yo me compro una camisa y no me compro otra; así como yo elijo comer un plato y no el otro; así como yo elijo comprarme una corbata en una casa y no en otra, permítame, señor Fito Páez, la libertad de elegir a quién votar”, rezó la editorial de un programa radial el mismo día en que salió publicado el mencionado artículo. Es que, claro; nivelando la elección de una corbata, por ejemplo, con la de un candidato político es como la democracia pierde valor, pierde fuerza y, en definitiva, pierde sentido.
Equivocado o no –por mi parte juzgo que fue al menos exagerado-, si hay algo que hace el artículo de Fito Páez es honrar a la democracia. Porque democracia no es tolerar lo que sea de manera tácita –eso, más bien, es el totalitarismo-; democracia es poder expresar la algarabía o la indignación de la manera más libre; mucho más libremente que ver dónde comprarse una camisa. La democracia, por el contrario, es el sistema en el cual artículos como este tienen lugar; y es el único que permite este tipo de expresiones. ¿O acaso alguien puede pensar que durante las tantas dictaduras que hubo en el país alguien osaba decirte dónde comprarte la ropa o dónde comer? No; justamente lo que no se podía manifestar era la ideología, que es lo que ahora florece en cada expresión de cualquier lado que se la quiera defender.
Hace algunos años, en ocasión de la muerte de Néstor Kirchner, Mariano Grondona, en su programa de Canal 26, osó comparar la figura del ex presidente, con la de Hitler en la Weimar de los años ’20 a la hora de categorizar a los fanáticos que fueron a su velorio. ¿Esto acaso no es un exceso de las mismas magnitudes que el de Páez? Bien; pero este tipo de comparaciones tienen lugar únicamente en una democracia bien constituida, que quiere mejorar a diario.
Democracia es una palabra tan fuerte y con un valor político tan alto que cualquier cosa que se diga en su supuesto beneficio, es bien recibido por cualquiera sin mayores análisis. Pero pretender rebajar las discusiones no es sino una estrategia deleznable de quienes lo hacen, en favor de la perpetuidad del sistema social establecido. Es, en el fondo, sacar provecho de una serie de problemas estructurales –la mala educación, la desigualdad de oportunidades- que tiene nuestra sociedad y tratar de hacer “fácilmente comprensible para todos”, conceptos errados, falaces y de manera malintencionada.
Es responsabilidad también de los medios, educar, no distorsionar ideas y dar claras consignas para que, cuando me compre una corbata, no me crea un patriota sino un simple ciudadano.