jueves, 28 de julio de 2011

Mamarrachos y otras yerbas

En mis años de estudio en la facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad de La Plata pude aprender muchas cosas acerca de esta interesante y apasionante actividad, pero la primordial era la de procurar cierto grado de imparcialidad, algo así como una supuesta objetividad.

La mediatización de muchas de las manifestaciones periodísticas –noticieros, programas informativos, flashes cada media hora, etc.- ha redundado en la perturbación de esta objetividad a la cual se debería perseguir y cada vez menos se honra. La gente no parece querer productos crudos; parece que cada vez más se busca la noticia elaborada, con su correspondiente baja de línea lo más explícita posible.

Algo –mucho- de esto tuvo que ver con la proliferación de canales informativos en el cable, y algo de eso hay en esta nueva forma de percibir el periodismo como show desde muchos y muy diversos ángulos. Pasar las 24 horas repitiendo incansablemente las mismas noticias, obliga, para que la gente no pierda las ganas de seguir consumiéndolas, a buscar estrategias comunicativas tendientes a la empatía con el televidente. Hace falta entretener, más que informar y comprender.

Taladrar el cerebro de los espectadores con las mismas noticias durante varias horas seguidas, repitiendo como loros palabras e imágenes, es la mejor forma que encuentran estas empresas para evitar la pausa, el análisis y la generación de pensamiento de quienes consumen las casi siempre malas nuevas. Además, por si algo hace falta para el “adoctrinamiento” de la gente, cada tanto mechan alguna opinión desde el más llano sentido común en el medio; ese que se cree inapelable pero que carece de un pensamiento previo demasiado elaborado.

Algunas de esas estrategias suelen caer de manera invariable en el humor, siempre acartonado, de los presentadores de turno -cada vez menos presentadores y más editorialistas de la empresa para la que trabajan- lo cual matiza las noticias con puntos de vista e ironías de todo tipo que tenuemente se van filtrando en la mente del televidente, a veces sentado ahí de manera intencionada y otras tantas circunstancial.

Salvo algunas excepciones –ya casi inexistentes-, la total pérdida de objetividad genera que el espectador sepa de antemano qué canal sintonizar para consumir las noticias que más se acerquen a su voluntad de consumo para, de esta forma, seguir prolongando su visión del mundo sin modificarla ni enriquecerla.

Uno de los temas que ha despertado esta creciente tendencia fue la reciente “federalización” del torneo de fútbol organizado por la AFA. Suspicacias de toda índole, sumadas a ironías y a términos alegremente pronunciados como “mamarracho”, han atentado contra una de las pretensiones que debería tener la actividad del periodismo.

Sea o no un mamarracho, eso no es tema de análisis de esta columna. Es un verdadero mamarracho que el presentador de una noticia, alguien que debería tener una mirada imparcial, se dé el permiso para atentar de esta manera contra el que quizás deba ser el mayor valor del periodismo, junto a la credibilidad, clasificando de este modo la noticia a presentar de antemano, antes de ser puesta en debate.

Pero el espectador no reclama seriedad; no persigue el análisis personal. La comodidad es una de las marcas registradas de este nuevo tiempo y no pensar demasiado se presenta como una forma interesante de consumir de la misma forma noticias que hamburguesas.

Y justamente es esa cultura del fast food la que parece prevalecer en el consumo de la noticia como un producto previamente procesado. Y como todo producto previamente procesado, suele ser nocivo para quien lo percibe porque no se sabe cuál fue el proceso de elaboración por el que pasó.

Esta tendencia, probablemente también presente en otros países, se da, en parte, por la aparición, en el papel de periodistas, de personajes que no han tenido una formación adecuada para esta tarea. Son emergentes de un fenómeno superior, que es el de la importancia crucial de los medios en la sociedad, que busca, en lugar de comunicar puramente, generar, mediante la utilización de figuras con cierto “estatus”, la proliferación de ideas más de que noticias. Algo muy parecido pasa y pasó con la política.

Todo artículo –este no queda exento de esta definición- tiene implícito de manera más o menos evidente, la opinión de quien lo realiza o de quien lo soporta. Pero también es de buen comunicador no caer en figuras repetidas e innecesarias para, de este modo, tratar de seguir nivelando desde la actividad las cosas hacia abajo. Generar debates, razonamientos y libres asociaciones es mucho más rico que prolongar el letargo de una sociedad que devora noticias al mismo ritmo que hamburguesas.

martes, 26 de julio de 2011

Elogio del conflicto

Las sociedades aparentemente perfectas tienen ese “no sé qué” que las hace igual o más impredecibles que las teóricamente imperfectas. En ellas abundan las caras felices, impolutas y una especie de represión constante que se palpa en el denso y fresco aire de sus ciudades y pueblitos.

En estas sociedades conviven el bien y el mal en tácita armonía; en una escalofriante tensión que hace que el menor temblor termine en matanzas indiscriminadas, atentados terroristas o hecatombes de cualquier nivel como la que sucedió días atrás en Noruega.

El conflicto, padre de todos los progresos, nace, se genera, en el seno de sociedades complejas, ricas y con voluntad de cambio. Aún cuando el cambio pareciera no ser necesario, es el conflicto quien lo lleva a la superficie y lo convierte, mágicamente, en presente. Antecesor de la crisis, el conflicto deviene crítico cuando no halla en el seno de una sociedad, de un grupo, la respuesta deseada o bien encuentra la contraposición a su deseo inicial.

Paradójicamente, en estas “sociedades ideales”, los conflictos parecen no tener lugar; no encontrar en las puras almas de quienes las habitan lugar donde desarrollarse. El bienestar, ese confortable colchón de plumas donde muchos osan descansar, pero pocos pueden siquiera estar cerca, parece haber nacido mágicamente, y es el otro quien, con su ausencia, no configura un ente a ser atendido. “Todos tendremos nuestro plácido colchón, tarde o temprano”, parece el mensaje de los rostros felices.

Pero donde no existe el conflicto abunda el miedo; y el miedo constantemente reprimido no puede sino traducirse en locura. Los años de terapia me han llevado a asumir los miedos; a saberme débil ante su grandeza, pero fuerte ante su posible solución. Y para combatir el miedo hace falta nada más y nada menos que conflicto, repreguntas y cuestionamientos de toda índole.

La aldea del terror

Sociedades como la que Aldus Huxley retrataba en su libro “Un mundo feliz”, allá por la década del ’30, parecen no tener lugar para el análisis, para la discusión, para la saludable confrontación de ideas profundas y en pos de cambios siempre necesarios. Allí, el valor de lo dado se impone ante el de lo conseguido y muchas de las cosas pierden significado.

Es tal el temor al cambio, que estas sociedades tienen que buscar diversos lugares de manifestación de su miedo, lo más implícitos y decorados posibles. Una de las sociedades que, como la noruega, viven en ese cálido remanso, es la belga. Bruselas, su capital, lo es también de la Unión Europea desde 1958, y ella es uno de los perfectos ejemplos de comunidades armoniosas. Neutral en cuanto conflicto ha habido y con estándares de vida bien posicionados, la belga es una sociedad en la cual todo parece andar “como se debe”.

A fines de la década del ’50, nace en este país, de la mano del dibujante Peyo, la serie animada Los Pitufos, una de las más cándidas imágenes que retengo de mi infancia. Estos entrañables personajitos azules, tenían en su aldea la sana convivencia de muchas criaturitas iguales pero distintas –algo ciertamente ideal-, que hacían su vida más entrañable aún.

Como toda producción cultural, Los Pitufos han sido y son motivo de análisis de muchos, y se ha llegado a decir, con cierto grado de aceptación, que era la representación de la sociedad marxista, esa que tanto aterra a las sociedades abundantes, presas de su juego dialéctico. Todos habitantes iguales, con igual acceso a los medios y los modos de producción, conviviendo en una sociedad en la cual nada abundaba pero nada más que lo que tenían hacía falta para ser felices. Según este análisis, el villano de turno, Gargamel, venía a ser la representación del capitalismo, y su desmesurada ambición iba en contra de los Pitufos; “aunque sea lo último que haga”, repetía incesantemente.

Así como el humor es, según Freud, una de las formas que tiene el inconciente de manifestarse, las sanas historietas también parecen ser algo por el estilo. Que Los Pitufos nazcan en el interior de una sociedad como la belga –o bien podría ser la noruega- no es casual: tiene esa misma lógica y muestra, de manera contraria, los mismos miedos que ahora florecieron en el atentado; sólo que hizo falta un dibujito para que salieran a la superficie.

Dicho sea de paso, el detenido por la salvaje matanza aseguró que necesitaba perpetrar estos atentados para salvar Noruega y Europa occidental de los musulmanes y del marxismo cultural. Interesante, ¿no?.

Argentina, aquí y ahora

Nuestra sociedad raramente sea el caldo de cultivo de personalidades de una excentricidad como la que demostró el joven noruego.

De un tiempo a esta parte, con el devenir de algunas figuras al siempre cambiante escenario político nacional, se ha intentado erradicar el conflicto; se ha pretendido hacer creer que el conflicto no conduce sino a estériles peleas y menosprecios que nada tienen que ver con la política, sino que, más bien, son de patoteros inadaptados.

El marketing de la “buena onda”, que llena espacios de frases hechas, palabras alegres y caras sonrientes, cada vez se impone más y día a día parece tener más adeptos. Interminables frases sin significado alguno, no hacen otra cosa que demostrar lo que la gente cree querer, pero que, en realidad, es lo que quieren que quieran quienes las manejan.

Nada es posible sin conflicto, sin roces, sin cruces. Nadie podrá, jamás, progresar sin un previo cuestionamiento. Y en sociedades como la nuestra, donde aún hay mucho por hacer, es prácticamente imposible vivir sin el conflicto, casi permanente, que nos impone la cotidiana realidad.

¿A quién beneficia el no conflicto? A quienes no les conviene modificar nada de lo establecido, cuando en realidad lo establecido puede chocar, inclusive, con sus intereses –la inseguridad tiene algo de esto-.

Tener ideas y confrontarlas con quien tiene otras es parte de la sana dialéctica democrática que nunca se debe perder, sobre todo en países como Argentina, donde aún queda mucho por hacer y aprender.

Tratar de demonizar el conflicto, la puja, es la manera más vil de conservar, a cualquier precio, el estado de las cosas, y de seguir transitando la historia como meros espectadores, mientras muchos ven cómo se pasan las oportunidades delante de sus narices. Pero, como ya he mencionado anteriormente, muchas veces, erradicar el conflicto, la disputa, el debate, se vuelve en contra de quienes lo evitan y termina redundando en daños mayores.

En una sociedad como la nuestra, se necesita gente conflictuada, debate, cuestionamiento y, en definitiva, una dialéctica que, invariablemente, se traducirá en progreso. Caso contrario, la política será sólo bicisendas, globos y maquillaje, y sólo podremos recurrir a los Pitufos para ver chicos felices.

martes, 19 de julio de 2011

Con la democracia también se opina


Las pasadas elecciones a Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, no han hecho otra cosa que refrendar algo que ya se veía, aunque quizás no de la manera que se mostró, probable.
El inapelable –en cuanto a la cantidad de sufragios obtenidos- triunfo de Macri –reniego de los absurdos gentilicios como “macrismo”- dio letra para que muchos elucubrasen lecturas posibles de lo que fue una elección que no sufrió, a decir verdad, demasiados cambios en cuanto a la composición de un electorado tendiente a seguir ese modelo de Ciudad.
Como contraposición, algunas declaraciones del lado de “los perdedores”, dieron lugar a figuras retóricas complejas por lo confusas, pero elementales por lo erróneas por parte de quienes salieron victoriosos. Dentro del cúmulo de esas expresiones acerca de lo que dejó en claro la elección de la Ciudad de Buenos Aires, probablemente la que más ruido hizo fue la columna de Fito Páez que Página 12 publicó en su edición del martes siguiente a los comicios.
Con expresiones exageradas y poco felices –como el “asco”-, aunque con algunas figuras lingüísticas interesantes, la columna en la que el músico expresó su manifiesto rechazo al casi 50% del electorado porteño suscitó un sinfín de voces contrarias –lo cual no está del todo mal- que, de manera simple, calificaban esa actitud de “fascista”, intolerante o contraria de las bondades de una democracia que bajo ningún aspecto se vio menoscabada a partir de dichas palabras.
La democracia es, a grandes rasgos, el sistema mediante el cual el pueblo elige a su gobernante. Ni más ni menos. Ahora bien, tratar de equiparar la elección de un candidato político –que en el fondo no suele ser más que la expresión de una ideología- con cualquier otra elección de la vida cotidiana, sólo para terminar redundando en una crítica hacia quien la juzga de manera negativa, es algo, por lo menos, cuestionable.
“Así como yo me compro una camisa y no me compro otra; así como yo elijo comer un plato y no el otro; así como yo elijo comprarme una corbata en una casa y no en otra, permítame, señor Fito Páez, la libertad de elegir a quién votar”, rezó la editorial de un programa radial el mismo día en que salió publicado el mencionado artículo. Es que, claro; nivelando la elección de una corbata, por ejemplo, con la de un candidato político es como la democracia pierde valor, pierde fuerza y, en definitiva, pierde sentido.
Equivocado o no –por mi parte juzgo que fue al menos exagerado-, si hay algo que hace el artículo de Fito Páez es honrar a la democracia. Porque democracia no es tolerar lo que sea de manera tácita –eso, más bien, es el totalitarismo-; democracia es poder expresar la algarabía o la indignación de la manera más libre; mucho más libremente que ver dónde comprarse una camisa. La democracia, por el contrario, es el sistema en el cual artículos como este tienen lugar; y es el único que permite este tipo de expresiones. ¿O acaso alguien puede pensar que durante las tantas dictaduras que hubo en el país alguien osaba decirte dónde comprarte la ropa o dónde comer? No; justamente lo que no se podía manifestar era la ideología, que es lo que ahora florece en cada expresión de cualquier lado que se la quiera defender.
Hace algunos años, en ocasión de la muerte de Néstor Kirchner, Mariano Grondona, en su programa de Canal 26, osó comparar la figura del ex presidente, con la de Hitler en la Weimar de los años ’20 a la hora de categorizar a los fanáticos que fueron a su velorio. ¿Esto acaso no es un exceso de las mismas magnitudes que el de Páez? Bien; pero este tipo de comparaciones tienen lugar únicamente en una democracia bien constituida, que quiere mejorar a diario.
Democracia es una palabra tan fuerte y con un valor político tan alto que cualquier cosa que se diga en su supuesto beneficio, es bien recibido por cualquiera sin mayores análisis. Pero pretender rebajar las discusiones no es sino una estrategia deleznable de quienes lo hacen, en favor de la perpetuidad del sistema social establecido. Es, en el fondo, sacar provecho de una serie de problemas estructurales –la mala educación, la desigualdad de oportunidades- que tiene nuestra sociedad y tratar de hacer “fácilmente comprensible para todos”, conceptos errados, falaces y de manera malintencionada.
Es responsabilidad también de los medios, educar, no distorsionar ideas y dar claras consignas para que, cuando me compre una corbata, no me crea un patriota sino un simple ciudadano.

sábado, 9 de julio de 2011

El vino como los pumas

La proliferación de nuevos horizontes profesionales trae aparejado, consigo, el uso desmedido de las palabras, pensadas en primer término para fines más o menos determiados y ahora prostituidas hasta al hartazgo.
Estas nuevas disciplinas, mayormente estudiadas en universidades o centros de estudio privados, incurren en algunas categorías lingüísitcas en algunos casos inadmisibles, no tanto por su condición de "nuevas", sino por su inagotable búsqueda de la novedad.
Uno de los campos que mucho se ha desarrollado en el correr de estos últimos años ha sido el mundo de la cocina y sus derivados. Antes relegado al mundo femenino y hasta en cierto modo despreciado por los hombres, el arte culinario se ha ido perfeccionando con una sofisticación que demuestra, una vez más, ciertos signos de machismo y lo que el hombre es capaz de hacer para, en el fondo, gustarle a las mujeres: el mundillo de la cocina nunca fue tan explorado hasta que los hombres no se dignaron a desentrañarlo hasta las últimas consecuencias.
Ahora bien; la ambición mercantilista de, mayormente, la condición masculina, ha ido desarrollando un mercado pedagógico de la cocina que se apoya, ahora, en escuelas de cocina, universidades, institutos, etc., que, además de buscarle nuevas vueltas a un sector ya explorado, combinan sus nuevos saberes con palabras que muchas veces no tienen ningùn punto de relación con el objeto a estudiar.
Una de las ramas del arte culinario que ha tenido un crecimiento sostenido es la catación de vinos; esa actividad que, además de darle entidad a personas con voz grave y aspecto relajado, ha incurrido en algunas particularidades que la hacen muchas veces desdeñable.
Probalemente por la finitud del lenguaje, muchos adjetivos han ido tomando diferentes significaciones con el correr de la sofisticación de determinadas actividades. Esta es quizás una de las razones por las cuales los "catadores diplomados", se dan el lujo de decir que un vino es "salvaje", o "violento"; ¿es necesaria semejante definición? ¿a dónde apuntan esas palabras?
En las palabras, las cosas han dejado de ser lo que eran para volverse pretenciosas y absurdas. Jamás me compraría un vino que en su etiqueta asegura "violento" o "salvaje". Además, si un vino es "salvaje", ¿un puma, qué es?. Hay cosas sencillamente indescriptibles -como el vino violento- y no está mal que así sea.
Nadie sabe bien qué parte del supuesto bienstar de quienes se dicen "gozadores del arte de la vitivinicultura" es real y cuál es ficticia; aunque, para mí, un 80% no es nada creíble. Su aire relajado, la exagerada utilización de palabras como "divertido" o el hablar y el andar cansino son clichés a los cuales ningún catador que se precie de tal debe dejar de lado a la hora de ver el marketing necesario de su pequeña empresa.
Cada vez que entro a una vinoteca de las nuevas, me voy con la sensación de que esa gente vive mucho peor que yo, pero no se da cuenta y se engaña a sí misma; te tratan como a un idiota, te quieren engatuzar con adjetivos como el anteriormente mencionado y todo para vender un vino. Nadie puede vivir la vida dignamente con ese relajo constante; ese disfrutar todo a pesar de todo sin más. Porque ni siquiera son borrachos encubiertos que hicieron de su problema un medio más o menos digno de vida; son, por el contrario, la muestra de la mercantilzación del placer.
Como inventar palabras no es algo sencillo y, aparentemente, crear nuevas cosas o conceptos tampoco, habrá que resignarse a encontrar cada vez significados más estrambóticos para cosas, por ejemplo, tan escenciales y añejas como el vino

jueves, 7 de julio de 2011

Juguemos al fútbol y no a la pelota


La selección de fútbol no encuentra el rumbo. “¿Cómo?”, se preguntan casi todos, sabedores de las “estrellas” con las que cuenta el primer equipo dirigido por Batista. Y una posible explicación, quizás, radique en un hecho extrafutbolístico en el cual pocos parecen haber reparado.

Con la exagerada comercialización que tiene el fútbol, el deporte pierde, de esta manera, una de sus premisas fundamentales: la de formador de personas antes que jugadores. La decadencia de algunas de las instituciones de la sociedad –escuela, barrio, familia- repercute de forma directa en el accionar de, sobre todo, disciplinas deportivas de equipo en las cuales estas falencias quedan evidenciadas de manera drástica como, en este caso, el fútbol.

Fiel reflejo del poder paralizador y selectivo del mercado, el fútbol, consagrado como “salvador” muchas veces de personas y hasta familias excluidas de un sistema que deja de lado a quienes no pueden más que a quienes no quieren, sufre las consecuencias propias de la falta de educación como una de las razones de esta debacle pronunciada y sostenida.

Una actividad en la cual once jugadores -sólo por nombrar los que salen a la cancha- deben participar por un objetivo común, dejando de lado el egoísmo y reivindicaciones más personales que grupales, amerita de una fuerte base educativa de fondo –formal y informal-, de la cual el fútbol, cada vez más parece demostrarnos que está ajeno. Entender que, en una actividad grupal, el todo es más que la suma indivisa de las partes es crucial.

Jugar al fútbol en una selección es mucho más complejo que jugar a la pelota en el barrio; requiere de otras destrezas mentales y otra preparación formativa, y hasta que no se entienda esto, va a ser complicado lograr algo. Entonces, si hace 25 años que la selección no gana nada “serio”, ¿no sería hora de plantearse por qué y dejar de consagrar estrellas fugaces? El discurso unívoco de Argentina como gran cantera de grandes valores futbolísticos parece desvanecerse ante los magros resultados de la selección de un tiempo a esta parte. Pero no es así; valores hay pero que forman parte de equipos que los trascienden. Lo que le falta al país, en muchos ámbitos, es transformarse en una cantera formativa.

Las exigencias que supone el fútbol, obliga a los jugadores, muchas veces, a dejar los estudios formales en temprana edad, muchas veces sin terminarlos en su faz inicial. Eso, sumado a las promesas de dinero repentino, fama y ostentaciones para nada saludables y a la falta de contención de parte de sus familias, que también son víctimas del mismo proceso, se traduce invariablemente en frustraciones que, de manera inexplicable, calan hondo en el ánimo de la gente. Es cierto que en la época Maradona, por ejemplo, el fútbol también requirió de una exigencia horaria que hacía a sus jugadores incapaces de completar sus estudios, pero las familias de hace años, por el contrario, transmitían conceptos y valores esenciales para cualquier persona. Y Maradona, además, era un extraterrestre.

Un proceso similar al que ocurre con el fútbol pasa con temas, por ejemplo, como la inseguridad, en el cual el verdadero combate debería darse de fondo con armas como la educación y la buena y adecuada inclusión; pero pretender que se racionalicen actos que a veces atentan contra la vida misma de las personas resulta una pretensión difícilmente cumplible. Para eso, como metáfora inagotable de todo, está el fútbol.

En contrapartida, en la vereda de enfrente, al ritmo que el fútbol de nuestras selecciones hace cada vez menos, dos deportes con diferentes composiciones sociales, pero con la base de una educación por lo menos terminada en la mayoría de sus jugadores, crecen de manera sostenida. Los ejemplos del rugby y del hockey son dos que demuestran que, con educación y conducción más que con asiladas destrezas individuales, los objetivos parecen más posibles de ser logrados.

Dejando de lado las cuestiones económicas que enmarcan estos dos deportes, visto está que, lejos de ser una “cantera inagotable” de valores, sus equipos optimizan sus buenos jugadores de la manera más adecuada, con un mensaje claro desde sus bases que se traduce en el cumplimiento de algunos objetivos. Y no es nada casual que tanto el rugby como el hockey sean deportes amateurs; muy por el contrario, en eso radica su éxito. Con estos dos ejemplos, queda claro que lo único que iguala es la educación y que sin ella nada es posible.

Lamentablemente, sin dinero poco pareciera ser posible, y asociar el desarrollo de estas dos disciplinas al poder adquisitivo de sus jugadores se presenta como una tentación difícilmente evitable. Pero no es así. Lo jugadores de fútbol rara vez provinieron de familias “poderosas”, pero los soportes formativos de la sociedad, antes, funcionaban y todo, una vez más, se equiparaba.

Tevez, Messi, Agüero, Lavezzi, y compañía, no son los culpables de jugar como juegan. Desconectados, sin alma, sin proyecto, chocando con el rival más que jugando con sus compañeros; buscando hacer la jugada de su vida y sin entender que con los otros 10, si juegan a lo mismo, ganan más fácil que si gambetean durante 10 segundos como solitarios Quijotes. Ellos, como muchos otros, son el fiel reflejo de un problema de fondo para cuya solución se necesitarán de muchos años de trabajo sostenido más que mágicas apariciones individuales. Hasta que eso no pase, nada será posible ni esperable.