jueves, 10 de agosto de 2017

Todos somos nadie

   Tratar de descifrar las claves de un suicidio, hasta de un asesinato, suelen ser empresas muchas veces imposibles; situarse en las entrañas de un cerebro capaz de acabar con todo lo que se conoce como posible, es, no sólo poco atinado, sino, en ocasiones, canalla.
   Estas semanas, en lo particular, me tocaron de cerca dos situaciones dolorosas y angustiantes, y las dos estuvieron relacionadas a una parte muy querida de mi pasado; al Colegio Nacional de La Plata, paradójicamente relacionado a un momento, también, muy doloroso pero valorado, en cierto modo, de mi historia.
   Semanas atrás, una nutricionista platense asesinó a su hijito de poco más de un mes de vida, sumergiéndolo en la pileta del baño; su esposo y padre del bebé, fue compañero de promoción del Colegio.
   El jueves por la mañana, una alumna de 4to 7ma de ese mismo establecimiento sacó un arma en plena clase de geografía y se disparó un tiro en la boca que salió por la cabeza; días después, su corazón no pudo luchar más contra lo inevitable, contra lo “deseado”.
   Las dos situaciones, claro, son distintas, incomparables y sólo unidas por dos condiciones; la muerte y, para mí, el Colegio Nacional, o la vida.
   No puede haber muerte sin vida, y viceversa; lo, en ocasiones, impredecible de la muerte pone a las personas en un lugar de inconsciente expectativa, de tensa calma, que es la que nos hace la única especie que poco después que nace, sabe que va a morir indefectiblemente.
   Convivir con esa angustia es motivo de estudio de muchas materias; la filosofía, la psicología, la sociología.
   Para Heidegger, la angustia nace de la constante amenaza de la muerte que pende sobre nosotros y es, en consecuencia, algo inherente a la existencia humana, temporal y finita; pero es esa aceptación de una existencia y un destino tales que sin ella -la angustia- nada tendría demasiado sentido.
   Cada vez que la muerte nos toca de cerca, algo muy fuerte se conmueve; aceptarlo o no depende de cada uno.
   El caso de la nutricionista fue espeluznante; la condena pesaba automáticamente sobre ella, responsable directa de la muerte de su hija de apenas poco más de un mes.
    La culpabilidad jamás estuvo en discusión, y nadie dudaba en condenarla de la peor manera por más que esa condena no llegue nunca a equiparar el daño que había hecho.
   Existe, como posible atenuante al caso, el puerperio, que es un período posterior a la maternidad, durante el cual la mujer siente tantos cambios en su cuerpo y su psiquis que es capaz de adoptar actitudes que no adoptaría en condiciones “normales”.
   En este caso, de todas maneras, seguramente hubo algo que no se oyó, algún grito callado que salió a la luz de la peor manera y que terminó por configurar más lamentable de los escenarios posibles.
   ¿Qué lleva a una madre a matar a su hija de poco más de un mes de vida? ¿Hay, acaso, algún marco racional de comprensión para semejante actitud? Tal vez, como en muchas otras cosas, no lo haya para el “común” de la gente, y se cometa una vez más el incomprensible acto de tratar de ponerse en el lugar de otro, en una actitud que mezcla lo comprensivo con lo egocéntrico.
   Otra vez la discusión pasó ciertamente por los resortes que no se le fueron dando, quizás, a esa madre para que fuese capaz de soportar la angustia que en ocasiones puede llevar a cometer actos como el que cometió; esa es una lectura.
    La otra lectura, algo más simple por no menos valedera, bien podría ser que las cosas, a veces, resultan inasibles, imprevisibles y que solamente fue un rapto de locura lo que la llevó a esta madre a cometer el peor de los crímenes. Y no está mal pensarlo así.
   “Somos todos un poco responsables de la muerte de Lara”, se oyó decir en muchos ámbitos de discusión y debate; responsables en tanto no se ha tenido la capacidad de contener a una chica que probablemente antes de tomar esa dramática decisión había dado algunas señales en ese sentido.
   Pero cuando todos somos responsables, el responsable no es nadie; y tal vez así sea, ¿por qué no? La volatilidad de un mundo que pasa en muchas ocasiones por lo virtual, por lo ficticio, por lo ajeno, hace, en cierto modo, volátil la vida; y la muerte.
   Algo así como que la virtualidad -presente aparentemente también en este caso- le quita entidad a las cosas; le quita fuerza. Y eso termina generando decisiones, seguramente no tan drásticas como la de Lara, pero ciertamente peligrosas para la integridad física y psicológica de los jóvenes, mayores abonados a toda esta locura que se percibe.
   Lara era alumna del Colegio Nacional y se suicidó en un aula del Colegio Nacional, y eso no es menor; la misma aula en donde yo, mi padre y mi abuelo, probablemente, cursamos. El impacto, entonces, es aún más inexplicable, estremecedor.
   Y digo que no es menor que se haya suicidado en el Colegio Nacional, porque allí existe -y me consta- un grupo de apoyo psicológico constante, un gabinete psicopedagógico con profesionales idóneos y un marco interdisciplinario institucional posible de contener a adolescentes con algún tránsito más o menos traumático. ¿Todo eso sirve? Sí, pero no siempre es suficiente.
   Como sociedad, claro, no estamos listos para recibir algunas noticias; pero es como sociedad como nos comportamos, a veces, en favor de que ellas sucedan.
   La soledad, la falta de proyectos, la violencia, el acoso, la competencia, la codicia, la comparación, el bullying -que siempre existió pero que ahora se hace más notorio y doloroso-, son algunos de los sentimientos y conductas que generan todo esto que ahora recae en nuestra conciencia como algo que no pudimos percibir pero de lo cual seguramente fuimos partícipes en algún momento.
   Pero otra vez se cae en la diatriba de sentirnos todos un poco responsables y a la vez no hacernos cargo, días después de lo sucedido, de las consecuencias de nuestros actos.
   ¿Se puede encontrar en la sociedad la explicación de conductas como las adoptadas por aquella madre y esta joven? Ciertamente, sí, y en muchas de las acciones cotidianas existe de manera inherente esa sensación de soledad hasta metafísica que nos hace estar sin estar y no estar, estando, que puede conducir a esas decisiones.
   Pero ¿es esta la única respuesta posible a tanta locura, a tantas y tan tristes enfermedades? A veces tenemos que entender, sin por ello dejarnos de ocupar de lo que nos compete como personas, que hay hechos inevitables, que no todo puede preverse y que, quizás, en esa desesperación de tratar de ver más allá de lo que podamos puede radicar nuestra principal carencia como sociedad.
   La culpa suele ser uno de los atajos que más rápidamente sirve para tratar de hacerse piel con situaciones que a uno lo exceden o conmueven. Se puede, entonces, sentir, además de dolor, algo de culpa en todo esto; una culpa que no llega a concretarse en ocasiones en acciones puntuales sino que termina funcionando más como un consuelo que otra cosa.
   En El Malestar en la Cultura, Freud analiza al sentimiento de culpa “como el problema más importante del desarrollo cultural” para “mostrar que el precio del progreso cultural debe pagarse con el déficit de dicha provocado por la elevación del sentimiento de culpa”. Algo de eso pudo haber pasado de manera automática por la cabeza de varios a la hora de buscar respuestas a lo incomprensible y doloroso.

   Una mirada introspectiva, sin culpas ni arrepentimientos y con actos reales, se impone en tiempos donde todo parece desvanecerse y quedar en una conciencia cada vez más golpeada y aplastada. Hoy es el futuro.

martes, 7 de junio de 2016

Nadie Menos

   La conciencia social se expresa de la mejor manera cuando todos, sin distinciones, se animan a salir, a ganar las calles, a convocar, a hacerse oir. Y todo ese pasa en las plazas.
    Las plazas viven, sufren, movilizan, convocan y son, tal vez sin quererlo o sin haber nacido para eso, escenario de las mejores y las peores cosas; de las más conmovedoras y las más indignantes.
    En el transcurso de 24 horas pasan de tener el colorido de los chicos jugando en sus juegos, el idilio de los enamorados en sus bancos, a, en ocasiones, la postergación de alguien sin techo, el abandono y una extraña sensación de inseguridad, cuando caen las noches.
    En tanto ámbito público, congrega, contiene y expresa todas las diferentes caras de una sociedad compleja, dinámica y ecléctica como la nuestra; por eso mantenerla limpia y ordenada es tan difícil y por eso, cuando se logra, quedan tan lindas; porque hay algo del orden de lo nuestro en cada una de sus imágenes.
    Ayer, una vez más, la plaza principal de la Ciudad –como las de muchas otras de muchas ciudades del país- cobijó el reclamo desesperado de una sociedad que se preparó de la manera más cruda, pero también más madura para ponerle un freno a la desquiciada tendencia de arreglar todo a los golpes y sobre todo a los golpes a las mujeres.
   Porque en el seno del reclamo por “Ni una menos” también está, ciertamente, la voluntad de decirle basta a la violencia en todas sus manifestaciones y hacia cualquier persona, sea mujer o sea varón; sea chico o sea grande.
   Los innegables cambios que ha sufrido –sufrir es sólo una expresión- nuestra sociedad, han ido dando lugar a que de a poco la idea de arreglar las cosas a los golpes quedara extemporánea y comenzase a ser vista como una actitud desviada o por lo menos cuestionable.
   Pero aún queda mucho camino por recorrer; quedan generaciones que mantienen cuestiones de educación que pegan –valga la paradoja- de lleno en la educación de nuestros hijos. Y cuando a ellos se les da mensajes equivocados, las consecuencias son estas.
   Sostener viejas fórmulas, interpelar las nuevas, pregonar “que todo tiempo pasado fue mejor”, no es más que la cabal rendición a seguir sosteniendo generaciones violentas, machistas y abusivas.
    “Los psicólogos hablan mucho pero entienden poco”; “a los chicos no hay que darle a elegir tanto”; “acá se hace lo que digo yo”; “si ahora los dejás que tomen decisiones, después te pasan por arriba”; "dado a tiempo, una buena cachetada también educa".
   Esto es apenas un pequeño, ínfimo, muestrario de las frases que deben comenzar a erradicarse y pasar a formar parte de un recuerdo vetusto e irrepetible para empezar a armar un entramado social diferente, más igual, en donde todos comprendamos los límites, no a partir de los golpes y las imposiciones, sino mediante la lógica, cierto grado de consenso, tolerancia y, sobre todo, mucho amor, único motor de cualquier cambio constructivo.
   El cambio es ahora, y empieza en cada uno, y con los más chicos. Y debe manifestarse en cada momento, cada acto, cada decisión; respetando, tolerando y enseñando con paciencia. Por eso; ni una menos, ni  uno menos y con todos.

jueves, 26 de mayo de 2016

Madre coraje

   Casi sin quererlo, la Plaza de Mayo vallada y vacía el miércoles 25 fue todo un símbolo; de los tiempos que corren, sí, y de que ella misma –la plaza- se había tomado ese día en soledad para llorar a una de sus más leales, corajudas e incansables caminantes.
   El martes, en La Plata y a los 88 años, murió Adelina Alaye,  una de las personas que con más dolor, esperanza y fuerza recorrió, con pasos primero enérgicos y cada vez  más apagados, las baldosas de una plaza que fue testigo de casi todas las manifestaciones populares desde que la Patria es Patria; y antes también.
   Nos dejó Adelina, una luchadora inclaudicable que sólo quien está o estuvo en su situación puede dar justo testimonio del dolor, del desamparo y el desasosiego.
   Tuve la hermosa experiencia de conocerla, en su casa de la zona sur de La Plata, hace poco menos de 2 años, a poco, muy poco, de que mi hija naciera; y ahí pude comprender mejor el dolor que debe significar no ver nunca más a un hijo y lo desgarrador y enceguecedor a la vez de tener la esperanza de hacerlo, aún con la casi certeza de que esté muerto.
   Adelina no tenía odio, o al menos no lo transmitía a flor de piel. Era clara, sensata, humilde, paciente, meticulosa y llena de sabiduría; esa sabiduría que te da el dolor, que es mezcla de templanza y firmeza.
   Desde que su hijo, Carlos, ex alumno de la escuela (…), fue secuestrado a los 21 años en Ensenada, ella no tuvo otro horizonte que encontrarlo. Y me lo dijo; sus días, sus horas, sus minutos estaban llenos de dolor, amor, angustia y la esperanza de que algún día Carlitos llegara; o llegara, al menos, la confirmación de su muerte.
   Según dice en el portal desaparecidos.org,  Carlos “fue secuestrado el 5 de mayo de 1977 por fuerzas presumiblemente de la marina con personal civil perteneciente al agrupamiento CNU, un grupo de personas armadas se apostaron en la cuadra de las calles Bossigna y Mexico de Ensenada. A eso de las 19, Carlos pasó en bicicleta, en camino del trabajo a su casa. Uno de los secuestradores lo paró y le pidió fuego. Al parar, Carlos lo reconoció y trató de escapar. Ahí  lo balearon, lo tiraron en la caja de una camioneta y se lo llevaron. (…) Fue llevado inmediatamente al Centro Clandestino de Detención “La Cacha”; aparentemente estuvo allí un tiempo antes de ser asesinado”. Carlos, al momento de su desaparición, estaba esperando una hija con Inés Ramos que luego se llamó Florencia.
   Antes de este episodio, Adelina, que conocía al dedillo las alternativas recién descriptas del secuestro de su hijo, había trabajado en el ahora jardín de infantes 901, y fue parte de nuestra comunidad donde dejó hermosos recuerdos en quienes la frecuentaron. Después del secuestro, fuerzas militares fueron a la casa de Carlos y la destrozaron – ver http://www.memoriaabierta.org.ar/vestigios/resultados2945b.html?busquedaa=Alaye%2C+Carlos-
   Símbolo de la lucha por los ahora vapuleados derechos humanos, a Adelina no le interesaban las medallas, ni las distinciones. Ya sin la esperanza de poder encontrarlo con vida, al menos quería saber qué habían hecho con él; y algo averiguó.
   En esas averiguaciones, claro, hubo muchas derivaciones, las cuales le llevaron a escribir el libro “La marca de la infamia”, hace unos años, donde dejó al descubierto la serie de complicidades civiles manifiestas –médicos, jueces, personal del cementerio de La Plata, etc.- e inevitables para llevar a cabo la última masacre que padeció este país.
   Y lo hizo de manera clara; con datos precisos, documentos incontrastables y demostrando que lo suyo era, ante todo, la búsqueda de la verdad; de esa verdad que la había dejado de lado durante muchos años, relegada a un lugar de lucha y a la sonrisa cómplice y canalla a la vez, de los que decían comprenderla pero jamás le echaban una mano.
   Pero ella siguió, contra todo. Marchando, investigando, amando, llorando, extrañando; como una metáfora de la vida misma, que es a la vez dolor y euforia, alegría y tristeza, y que requiere, siempre, estar de pie.
   Amiga de mi padre, ella, cada vez que lo veía, le preguntaba por mí; y estaba al tanto de cada uno de los acontecimientos de mi vida y me mandaba su cariño. Es que, sin dudas, todo el amor que quedó truco allá por el ’77 tenía que encontrar algún canal de manifestación y los jóvenes, como ella decía, eran sus mejores interlocutores.
   Se murió Adelina, la ejemplar Adelina; y se llevó miles de horrores que seguramente nadie más podrá reproducir ni sentir. Se llevó la lucha, la duda y la angustia. Pero dejó las convicciones, el ejemplo de lucha y la sensación de orgullo de pertenecer a una parte del mundo que quiere que las cosas sean de una manera, y no de otra.

viernes, 4 de abril de 2014

El contagio de las masas

   Lo bueno y lo malo pueden tener, siempre, un punto de contacto; un lugar común que comparten junto a las cuestiones médicas y a otros fenómenos de carácter social: el efecto contagio.
   La psicología de masas es la rama de la psicología dedicada al estudio del comportamiento de los grupos colectivos. ‘’La masa es siempre intelectualmente inferior al hombre aislado”, decía Gustave Le Bon, psicólogo estudioso de la materia. La misma, entonces, se encarga de investigar por qué los individuos se contagian del comportamiento de los demás y se limitan a repetirlo sin cuestionarse nada.
   Las últimas semanas tuvieron, por azar y por acción de la temerosa difusión de las noticias, eventos que dieron cuenta de ese efecto, íntimamente ligado al concepto de sociedad de masas y de la irracionalidad de estos grupos de acción.

LO BUENO

   El miércoles 2 se cumplió el primer aniversario de la lamentable, trágica y devastadora inundación que afectó a miles de familias de La Plata, cuyas pérdidas –materiales y humanas- aún son motivos de discusiones y polémicas.
   Toda la ciudad se vio movilizada por la solidaridad y la ayuda a los que habían sido afectados. Fueron varios los sitios, clubes, entidades de bien público, centros culturales o simplemente casas, los que abrieron sus puertas para brindarse como lugares de recolección y distribución de ropa, juguetes, alimentos y cualquier cosa que pudiera servirle a las familias que fueron atravesadas por la inclemente lluvia.
   Nadie quería quedar al margen de la ayuda; nadie, ni en La Plata ni en varias ciudades vecinas –Brandsen fue una de ellas- hizo la vista gorda por un dolor que se sentía casi en carne propia.
   La Plata era Kosovo; nada de lo que conocía permanecía igual. Autos en las veredas, subidos arria de otros autos, las calles eran ríos correntosos que parecían llevarse todo consigo. En ese contexto, los recuerdos, ya pasados por agua, traían para mí, la más honda de las tristezas.
   A modo de anécdota, sublime y conmovedora, el viernes 5, después de terminar mi trabajo, estaba regresando a La Plata para retomar mis tareas solidarias. Ya llevaba en el auto, el baúl y la parte trasera llena de alimentos, ropa y elementos de limpieza; pero quise hacer una última compra. Es que todo parecía poco.
   Crucé, entonces, a un supermercado y empecé a comprar un poco más de todo. No era mucho, pero ya llevaba el auto cargado. Lavandinas, jabones blancos, arroces, fideos, agua, mucha agua; en fin, todo lo que se pedía por televisión  y que se palpaba que hacía falta.
   Haciendo la cola en el súper, era evidente que lo que llevaba lo llevaba a La Plata; antes de terminar de hacer el recuento de cosas y disponerme a pagar, un hombre, de unos 35 años, al que jamás había visto, me dijo “¿Eso es para La Plata? Tomá 50 pesos”, y  me ayudó a pagar parte de lo que llevaba.
   Acto seguido, le agradecí con la voz resquebrajada, subí al auto y, apenas hice una cuadra, me largué a llorar de la forma más desconsolada que jamás haya registrado.
   Seguramente como ese vecino, miles de personas se agruparon y sacaron las fuerzas y las ganas de ayudar que nunca antes habrían creído posibles para no dejar de ser parte de una gesta que, aunque concebida desde el más profundo desasosiego,  seguramente quedaría en el recuerdo de muchos.
    Nadie podía quedar al margen; nadie quería hacerlo. Unos y otros, vecino y no tanto, se agrupaban en una gran colecta nacional que tenía sedes improvisadas en La Plata, Buenos Aires, Brandsen, Tandil y en muchas otras ciudades del país con la simple vocación de ayudar, contagiados saludablemente en pos de un bien común.

LO MALO

   Pero, claramente, no todo contagio es necesariamente bueno; más bien, suele ser malo y dañino.
   Ayer eran los secuestros, más acá en el tiempo los saqueos en varios puntos del país; todos son indicios de una secuencia que, por repetida, busca motivos para propagarse rápidamente en grupos de personas.
   Desde hace semanas, una temerosa tendencia parece querer reproducirse indefinidamente en varios lugares del país y es la acción desmadrada de hordas de salvajes “vecinos” obstinados en tratar de hacer justicia por mano propia, una de las formas más claras de la injusticia, mediante el linchamiento –que en un caso condujo a la muerte- de los delincuentes.
   La inseguridad está, existe. Nadie puede negarlo y hacerlo sería absurdo. Pero ¿qué es la inseguridad? ¿Acaso inseguridad es solamente sufrir uno o varios robos? ¿Vivir con el temor de ser ejecutado en cualquier esquina? ¿O inseguridad es también no tener futuro, tener la vida atada a la miseria, postrada en un lugar de indefensión permanente donde nada importa, ni la vida propia ni la ajena?
   La primera de las lamentables escenas de linchamiento fue en Rosario, y desde ese momento, se han convertido en parte del escenario cotidiano de todos los días.
   Además, desde que ocurrió el primer episodio, este tipo de repudiables actitudes ocupan el 75 por ciento del tiempo de los canales de noticias por cable y diferentes redes sociales, responsables principales de la reproducción indeterminada de este tipo de actitudes.
   No pretende este artículo hacer un juicio valorativo de la actitud de los vecinos; es que ni los propios vecinos pueden, subsumidos en la locura total, hacer un análisis racional de sus actos.
   Intenta, sin embargo, tratar de desglosar el preponderante e irresponsable papel de algunos medios, abocados sólo a la reproducción indefinida de este tipo de acontecimientos; apercibidos, seguramente, de que la repetición de esas mismas conductas que tímidamente condenan será, en el futuro más cercano, alimento para sus minutos de aire.
   Nadie, claro está, queda exento de actuar de manera irracional ante situaciones límite. Todos, en algún momento de nuestras vidas hemos actuado bajo el peligroso somnífero de la multitud y llevados de las narices por la ira y el sentido común, “el menos común de los sentidos”, según Borges.
   Todos contra uno no es justicia, aunque el que está solo sea lo que fuere. Salud, educación, seguridad y justicia deben ser las funciones básicas que el Estado debe cumplir; ahora bien, si el Estado momentáneamente no cumple con esos cometidos, nadie debería ponerse en ese inconveniente papel para tratar de suplir sus falencias.
   Por eso, los que están por fuera de estas acciones deberían alejarse de la irracionalidad y, si no ignorar, procurar tratar estos temas con la debida mesura; esta es la única forma de evitar el contagio y generar una mejor vida en sociedad.

viernes, 7 de febrero de 2014

Medias, marcas y huellas

   El 3 de enero, a dos días de haber empezado mis vacaciones, me robaron. Perdí el celular, un GPS, una notebook, zapatillas y, lo más entrañable, 3 pares de medias que son la metáfora misma de una tendencia que comenzó en este país hace ya varios años. Me quedaban por delante otros 10 días de descanso.
   Dos días después, el 5 de enero, esos 3 pares de medias que probablemente ahora abriguen los pies de algún ladrón de Allen, una pequeña localidad de la provincia de Neuquén donde fue cometido el atraco que tuvo más de descuido que de violencia, habrían cumplido un año conmigo.
   Las medias las había comprado en Cuzco, Perú, cuando había llegado de Machu Pichu y todos los pares de medias que había llevado se me habían empapado; el clima en el altiplano en enero no suele ser muy benévolo.
   Bajé del hostel y, en medio de una de las calles más transitadas y ruidosas –aunque para nada turística- de todo Cuzco, encontré un local abierto a la calle donde se vendían todo tipo de productos; desde medias hasta juguetes. Y allí compré los tres pares que me costaron apenas 10 pesos y que hasta el día del robo permanecían impecables.
   Desde que me las compré, las usaba casi exclusivamente; haciendo cálculos rápidos, cada par de medias lo usé cerca de 75 veces, con lo cual, a 3,33 pesos el par, cada par de medias me terminó costando menos de 5 centavos –y aún siguen rindiendo-.
   La depreciación de la industria nacional en favor de las grandes empresas multinacionales ha llevado al país –al continente, quizás- a una situación que aparece como irreversible, en la cual, siempre, los menos favorecido por un mercado que excluye y quita oportunidades de vivir dignamente, son los más perjudicados.
   Buscar responsables es ahora algo que no vale demasiado la pena. Los más necesitados, acá, son los que en peores condiciones viven; y no sólo por las medias. Educación deficitaria, mala calidad de alimentos, servicios precarios y muchas otras falencias, se le deben sumar a la calidad de las prendas que a medida que su precio baja su fecha de “vencimiento” es cada vez más cercana.
   De lo que era la vieja industria nacional, donde no sólo la ropa, sino los electrodomésticos, los muebles y tantas otras cosas era casi de por vida, ahora sólo hay que esperar las migajas de un sistema que apenas si está capacitado para aportar materias primas cada vez de más baja calidad; y si, además, no se cuenta con el dinero necesario, peor aún.
   Todas las cosas tienen una fecha de caducidad estratégicamente puesta por el mercado. Para su reproducción y continuidad eterna, todo tiene que tener un tiempo de uso tal que permita un cambio por un producto de igual tipo, y de calidad inevitablemente inferior; así es como se mantiene una industria cada vez más dedicada a la producción en serie y sin una vida útil demasiado prolongada.
   Lavarropas, multiprocesadoras, pañales, licuadoras, medias, remeras, pantalones, camisas, todo entra en esta vorágine de consumo y descarte. Como parte de un sistema que se reproduce acentuando las diferencias y generando cada vez una brecha más grande, las cosas y las personas parecen perecer ante la poderosa presencia del mercado.
   Y ya no importa la calidad, porque nadie se fija en ella. En las llamadas ferias paraguayas seguramente la calidad de los productos sea infinitamente inferior a los de cualquier local de ropa de cualquier marca; pero la tentación por “la marca” hace que estos lugares existan como tales.
   Como corolario de la historia, tuve que comprarme nuevas medias para seguir con mis vacaciones. Y me compré, también, 3 pares, aunque de una conocida marca que, en oferta, me costaron 62 pesos; el calor imperante en enero hizo que no los usara más de 3 veces cada uno, y ya muestran algún signo de debilitamiento en sus punteras.
   Es que ese, quizás, sea el destino del mundo; mientras la expectativa de vida de las personas aumenta –en condiciones ideales-, la de las cosas es cada vez menor. Deliberado y arbitrario, así se plantea el escenario del consumo en los lugares donde la “revolución industrial” se instaló de la peor forma; la más discriminadora y cruel, que sigue generando desigualdad y violencia.

jueves, 8 de agosto de 2013

Carolina y Mery, iguales pero diferentes

   Hay veces que hace falta recurrir a metáforas o parábolas extrañas para comparar situaciones similares y, por difusos, esos pensamientos pueden perderse y quedar sólo en la caprichosa mente de quien los elucubra. Pero en otras ocasiones, las situaciones son tan claras y evidentes que basta un poco de voluntad para ver la diferencia.
   ¿Qué hay de distinto entre el asesinato de Isidro, el hijito de Carolina Píparo, y el del bebe que estaba en la panza de Mery Vidal Borda, la comerciante embarazada que fue baleada durante un asalto en Berisso días atrás? A simple vista, nada; o poco. Para la opinión pública y algunos medios, todo; o mucho.
   A Píparo la asaltaron cuando salía de un banco de sacar dinero, a metros de su casa, en el barrio La Loma, de La Plata; el caso, que recorrió medios locales y nacionales, fue conocido por todos. A Mery, madre de dos hijos y embarazada de seis meses, mientras atendía el negocio familiar, a las 19.30 del lunes, la abordaron dos motochorros que irrumpieron en el local, “totalmente alterados”, y tras exigirle a los gritos dinero, le dispararon a la panza sin que hubiera puesto resistencia.
   Luego del episodio, Mery fue trasladada de urgencia a un hospital, donde su beba –que luego se supo que era mujer- murió poco después de nacer por cesárea, ya que habría sido alcanzada por el proyectil. La nena, que apenas vivió horas, no tenía nombre; y a pocos le importó ponerle uno. El pedido de justicia, entonces, se hizo valer mucho menos que aquella vez, donde pareció que todo el país se movilizaba detrás de una familia, de un sueño trunco y de un nombre, algo simbólicamente imprescindible.
   Allá, hace meses, se propusieron leyes, se compararon calvarios, se la puso ,tal vez con justicia, a Carolina en el tapete de todos los medios, radiales, televisivos y gráficos. Su foto, la imagen misma del dolor, de ese dolor que podemos ver y sentir todos, se metía de lleno en la retina de una opinión pública que parece más receptiva en casos cercanos –Axel Blumberg, Angeles Rawson, etc.-. Aquí, apenas horas después de lo sucedido, tan grave como lo otro, pocos –por no decir nadie- conocen la cara de Mery, su situación de vida, su familia, su historia; y no hay nuevas leyes, no hay reivindicaciones y no hay convulsión social en reclamo de justicia.
   Carolina tuvo reuniones con el ministro Casal, el gobernador Scioli tuvo que interceder, la invitaron a programas de televisión y radio; la asesoró legalmente el mediático Fernando Burlando, tuvo entrevistas en periódicos y su tristeza intentó hacerse carne en los demás. ¿Sucederá lo mismo con Mery? Es poco probable.
   Y así sucede con todo; nadie reclama lo que no es propio o le atañe. A nadie le interesa la justicia, siempre y cuando esa justicia no le sea funcional a sus intereses y su forma de vida. Pero el sentimiento no es, a veces, la hipocresía; presos del poder de los medios, vivimos en estado interpretado y llevamos nuestro pensamiento, nuestros sentimientos y nuestro humor social al lugar al cual quieren que lo llevemos.
   Mirar al rededor, tratar de empaparse de otras realidades, de otras vivencias, suele ser, en ocasiones, la herramienta inicial del cambio; porque el cambio empieza por uno, pero uno también es responsable de lo que omite y lo que elije; y de cómo elije y en nombre de quién.
   Porque está bueno que no haya más Carolinas, que no haya más Angeles, pero también que no haya más Merys ni tantas otras personas que padecen de, además de todas las injusticias cotidianas, el olvido sistemático e intencionado de propios y ajenos.

viernes, 2 de agosto de 2013

El factor humano


   Todos los eslabones son necesarios para que una cadena sea tal. Nada, por mínimo que parezca, puede omitirse a la hora de reparar en su importancia, relativa o absoluta, aunque haya recambio y reemplazo; porque en el medio queda el tendal de una serie de falencias y dificultades que, en ocasiones, cuestan vidas; esas mismas vidas que, cuando están, son subestimadas, reducidas en una mínima expresión.
   Tal vez una de las mayores marcas que vino a traer la modernidad, entendida como progreso y superación permanente en cuanto a tecnología y a métodos de producción, es la sistemática depreciación de uno de los empalmes más importantes, necesariamente constitutivos y menos atendidos de la cadena productiva: el hombre.
   La conferencia de prensa que dio días atrás el ministro de transporte Florencio Randazzo en la cual se mostraba el accionar de los choferes de trenes a partir de la instalación de cámaras en sus cabinas es una de las muestras cabales de esta situación, no sólo aparentemente irreversible sino con serias chances de crecimiento con el correr del tiempo.
   Poco tiempo había transcurrido, vale mencionar, desde el terrible accidente del tren en España en el cual quedó comprobada la determinante responsabilidad del conductor. Estadísticamente, cerca del 80 por ciento de los accidentes se ocasionan por responsabilidad o culpa de los hombres que conducen trenes, autos, colectivos, aviones, barcos, etc.
   Las cifras vienen a demostrar que la técnica, la tecnología y los adelantos de la ciencia le ha ido ganando por goleada la batalla al factor humano, ese que nunca debería haberse subestimado para que esos avances puedan redundar en una eficiencia aprovechable por los usuarios.
   Las resultantes de esa tendencia, creciente, imparable e inexorable, son las actitudes que las personas asumen para con sus tareas, sobre todo cuando estas no están entre las llamadas “calificadas”. Así, un chofer de tren juega con su celular mientras conduce o un colectivero manda mensajes de texto mientras transporta en una ruta de una sola mano por carril a decenas de pasajeros, sólo por citar dos ejemplos claros.
   Pero este problema no es sólo de los transportes, claro. Ni el maquinista, ni el colectivero ni ninguno de estos trabajadores son los responsables primeros de esta interminable sucesión de episodios con final trágico. Ellos, así como otros tantos trabajadores, son la clara demostración de que algo anda mal, tan mal que ni ellos se dan cuenta que, en su distracción, corre peligro también su vida.
   Ya nada es como era, claro. Pero quedarse en ese pensamiento neoconservador y pasivo contribuye muy poco a que las cosas cambien para mejor. Mi profesión me ha hecho entrevistar a muchos trabajadores que cumplían varios años de profesión y todos ellos repiten incansablemente que era un orgullo para ellos ser lo que eran, cuando lo que eran no era otra cosa que lo que les tocaba o elegían ser, por más que eso no les garantizara una vida llena de lujos. Sentían orgullo, pasión, vocación y eso se traducía necesariamente en responsabilidad a la hora de afrontar su actividad, lo cual era mucho más importante que la tecnología puesta en las máquinas que les tocaba dirigir.
   Es que cuando las pequeñas estructuras fallan, no hay nada que hacer. No es el caso de los trenes de nuestro país, pero bien podría haber una estructura montada capaz de hacer que los frenos frenen bien, los comandos se activen en tiempo y forma y que los pasajeros viajen como deberían viajar, pero todo este combo se haría insuficiente si la persona que conduce el tren persiste en su irresponsabilidad, mandando mensajes de texto, durmiendo o distrayéndose cuando maneja.
   No es menos cierto, claro, que el chofer tiene un sueldo, en el mejor de los casos, 10 veces menor que el dueño de las máquinas, y eso no puede sino redundar en la tragedia. Y que, si el chofer que hoy gana lo que gana se queja, hay, esperando, una horda de personas que, capacitadas o no, van a terminar ocupando su puesto bajo la única condición –para sus superiores- que no se quejen de lo que ganan y de las condiciones en las que trabajan.
   Nada es mágico o porque sí. Este escenario es el fruto de décadas perdidas; de injusticias, inequidades y malas administraciones. Las universidades privadas suelen ser el nicho de las nuevas carreras, que nacen a la luz de otro fenómeno, que es la pérdida de valor de los oficios, tan necesarios como las profesiones.
   Porque es tan importante un buen maquinista como un ingeniero capaz de diagramar los mejores trenes; un carnicero como un abogado; un barrendero como un contador. Pero en la medida de que todo quede en manos del mercado, éste indudablemente terminará llevando la balanza para el lado de los más “preparados”; preparados, paradójicamente, por él, que todo lo genera y nada atempera.
   ¿Cómo se solucionaría eso? Con educación, instrucción, justicia, equidad, tiempo –mucho tiempo- y paciencia. Es que si quienes enseñan tampoco lo hacen con convicción, si quienes deben protegernos mucho menos y todos, a la luz de los hechos, esperamos soluciones rápidas y efectistas, malo sería esperar algún cambio.
   Quizás algún día llegue la hora en que las máquinas se accionarán solas y el peso de los oficios y las personas deje de ser crucial para su funcionamiento; el sueño de todo tecnófilo. Pero hasta ese momento, entonces, no existe otra alternativa más eficaz y humanista que darle el debido valor al factor humano, a las personas de carne y hueso, imprescindibles y únicas capaces de generar los cambios positivos que necesita la sociedad.