Lo bueno y lo malo pueden tener, siempre, un
punto de contacto; un lugar común que comparten junto a las cuestiones médicas
y a otros fenómenos de carácter social: el efecto contagio.
La psicología de masas es la rama de la
psicología dedicada al estudio del comportamiento de
los grupos colectivos. ‘’La masa es siempre
intelectualmente inferior al hombre aislado”, decía Gustave Le Bon, psicólogo estudioso de la materia. La
misma, entonces, se encarga de investigar por qué los individuos se contagian
del comportamiento de los demás y se limitan a repetirlo sin cuestionarse nada.
Las últimas semanas tuvieron, por azar y por
acción de la temerosa difusión de las noticias, eventos que dieron cuenta de
ese efecto, íntimamente ligado al concepto de sociedad de masas y de la
irracionalidad de estos grupos de acción.
LO
BUENO
El miércoles 2 se cumplió el primer
aniversario de la lamentable, trágica y devastadora inundación que afectó a
miles de familias de La Plata, cuyas pérdidas –materiales y humanas- aún son
motivos de discusiones y polémicas.
Toda la ciudad se vio movilizada por la
solidaridad y la ayuda a los que habían sido afectados. Fueron varios los sitios,
clubes, entidades de bien público, centros culturales o simplemente casas, los
que abrieron sus puertas para brindarse como lugares de recolección y
distribución de ropa, juguetes, alimentos y cualquier cosa que pudiera servirle
a las familias que fueron atravesadas por la inclemente lluvia.
Nadie
quería quedar al margen de la ayuda; nadie, ni en La Plata ni en varias
ciudades vecinas –Brandsen fue una de ellas- hizo la vista gorda por un dolor
que se sentía casi en carne propia.
La Plata era Kosovo; nada de lo que conocía
permanecía igual. Autos en las veredas, subidos arria de otros autos, las
calles eran ríos correntosos que parecían llevarse todo consigo. En ese
contexto, los recuerdos, ya pasados por agua, traían para mí, la más honda de
las tristezas.
A modo de anécdota, sublime y conmovedora,
el viernes 5, después de terminar mi trabajo, estaba regresando a La Plata para
retomar mis tareas solidarias. Ya llevaba en el auto, el baúl y la parte
trasera llena de alimentos, ropa y elementos de limpieza; pero quise hacer una
última compra. Es que todo parecía poco.
Crucé, entonces, a un supermercado y empecé
a comprar un poco más de todo. No era mucho, pero ya llevaba el auto cargado.
Lavandinas, jabones blancos, arroces, fideos, agua, mucha agua; en fin, todo lo
que se pedía por televisión y que se palpaba
que hacía falta.
Haciendo la cola en el súper, era evidente
que lo que llevaba lo llevaba a La Plata; antes de terminar de hacer el recuento
de cosas y disponerme a pagar, un hombre, de unos 35 años, al que jamás había
visto, me dijo “¿Eso es para La Plata? Tomá 50 pesos”, y me ayudó a pagar parte de lo que llevaba.
Acto seguido, le agradecí con la voz
resquebrajada, subí al auto y, apenas hice una cuadra, me largué a llorar de la
forma más desconsolada que jamás haya registrado.
Seguramente como ese vecino, miles de
personas se agruparon y sacaron las fuerzas y las ganas de ayudar que nunca
antes habrían creído posibles para no dejar de ser parte de una gesta que,
aunque concebida desde el más profundo desasosiego, seguramente quedaría en el recuerdo de
muchos.
Nadie podía quedar al margen; nadie quería
hacerlo. Unos y otros, vecino y no tanto, se agrupaban en una gran colecta
nacional que tenía sedes improvisadas en La Plata, Buenos Aires, Brandsen,
Tandil y en muchas otras ciudades del país con la simple vocación de ayudar,
contagiados saludablemente en pos de un bien común.
LO
MALO
Pero, claramente, no todo contagio es
necesariamente bueno; más bien, suele ser malo y dañino.
Ayer
eran los secuestros, más acá en el tiempo los saqueos en varios puntos del
país; todos son indicios de una secuencia que, por repetida, busca motivos para
propagarse rápidamente en grupos de personas.
Desde hace semanas, una temerosa tendencia
parece querer reproducirse indefinidamente en varios lugares del país y es la
acción desmadrada de hordas de salvajes “vecinos” obstinados en tratar de hacer
justicia por mano propia, una de las formas más claras de la injusticia,
mediante el linchamiento –que en un caso condujo a la muerte- de los
delincuentes.
La inseguridad está, existe. Nadie puede
negarlo y hacerlo sería absurdo. Pero ¿qué es la inseguridad? ¿Acaso
inseguridad es solamente sufrir uno o varios robos? ¿Vivir con el temor de ser
ejecutado en cualquier esquina? ¿O inseguridad es también no tener futuro,
tener la vida atada a la miseria, postrada en un lugar de indefensión
permanente donde nada importa, ni la vida propia ni la ajena?
La primera de las lamentables escenas de
linchamiento fue en Rosario, y desde ese momento, se han convertido en parte
del escenario cotidiano de todos los días.
Además, desde que ocurrió el primer
episodio, este tipo de repudiables actitudes ocupan el 75 por ciento del tiempo
de los canales de noticias por cable y diferentes redes sociales, responsables
principales de la reproducción indeterminada de este tipo de actitudes.
No pretende este artículo hacer un juicio
valorativo de la actitud de los vecinos; es que ni los propios vecinos pueden,
subsumidos en la locura total, hacer un análisis racional de sus actos.
Intenta, sin embargo, tratar de desglosar el
preponderante e irresponsable papel de algunos medios, abocados sólo a la
reproducción indefinida de este tipo de acontecimientos; apercibidos,
seguramente, de que la repetición de esas mismas conductas que tímidamente
condenan será, en el futuro más cercano, alimento para sus minutos de aire.
Nadie, claro está, queda exento de actuar de
manera irracional ante situaciones límite. Todos, en algún momento de nuestras
vidas hemos actuado bajo el peligroso somnífero de la multitud y llevados de
las narices por la ira y el sentido común, “el
menos común de los sentidos”, según Borges.
Todos contra uno no es justicia, aunque el
que está solo sea lo que fuere. Salud, educación, seguridad y justicia deben
ser las funciones básicas que el Estado debe cumplir; ahora bien, si el Estado
momentáneamente no cumple con esos cometidos, nadie debería ponerse en ese
inconveniente papel para tratar de suplir sus falencias.
Por eso, los
que están por fuera de estas acciones deberían alejarse de la irracionalidad y,
si no ignorar, procurar tratar estos temas con la debida mesura; esta es la
única forma de evitar el contagio y generar una mejor vida en sociedad.