jueves, 10 de agosto de 2017

Todos somos nadie

   Tratar de descifrar las claves de un suicidio, hasta de un asesinato, suelen ser empresas muchas veces imposibles; situarse en las entrañas de un cerebro capaz de acabar con todo lo que se conoce como posible, es, no sólo poco atinado, sino, en ocasiones, canalla.
   Estas semanas, en lo particular, me tocaron de cerca dos situaciones dolorosas y angustiantes, y las dos estuvieron relacionadas a una parte muy querida de mi pasado; al Colegio Nacional de La Plata, paradójicamente relacionado a un momento, también, muy doloroso pero valorado, en cierto modo, de mi historia.
   Semanas atrás, una nutricionista platense asesinó a su hijito de poco más de un mes de vida, sumergiéndolo en la pileta del baño; su esposo y padre del bebé, fue compañero de promoción del Colegio.
   El jueves por la mañana, una alumna de 4to 7ma de ese mismo establecimiento sacó un arma en plena clase de geografía y se disparó un tiro en la boca que salió por la cabeza; días después, su corazón no pudo luchar más contra lo inevitable, contra lo “deseado”.
   Las dos situaciones, claro, son distintas, incomparables y sólo unidas por dos condiciones; la muerte y, para mí, el Colegio Nacional, o la vida.
   No puede haber muerte sin vida, y viceversa; lo, en ocasiones, impredecible de la muerte pone a las personas en un lugar de inconsciente expectativa, de tensa calma, que es la que nos hace la única especie que poco después que nace, sabe que va a morir indefectiblemente.
   Convivir con esa angustia es motivo de estudio de muchas materias; la filosofía, la psicología, la sociología.
   Para Heidegger, la angustia nace de la constante amenaza de la muerte que pende sobre nosotros y es, en consecuencia, algo inherente a la existencia humana, temporal y finita; pero es esa aceptación de una existencia y un destino tales que sin ella -la angustia- nada tendría demasiado sentido.
   Cada vez que la muerte nos toca de cerca, algo muy fuerte se conmueve; aceptarlo o no depende de cada uno.
   El caso de la nutricionista fue espeluznante; la condena pesaba automáticamente sobre ella, responsable directa de la muerte de su hija de apenas poco más de un mes.
    La culpabilidad jamás estuvo en discusión, y nadie dudaba en condenarla de la peor manera por más que esa condena no llegue nunca a equiparar el daño que había hecho.
   Existe, como posible atenuante al caso, el puerperio, que es un período posterior a la maternidad, durante el cual la mujer siente tantos cambios en su cuerpo y su psiquis que es capaz de adoptar actitudes que no adoptaría en condiciones “normales”.
   En este caso, de todas maneras, seguramente hubo algo que no se oyó, algún grito callado que salió a la luz de la peor manera y que terminó por configurar más lamentable de los escenarios posibles.
   ¿Qué lleva a una madre a matar a su hija de poco más de un mes de vida? ¿Hay, acaso, algún marco racional de comprensión para semejante actitud? Tal vez, como en muchas otras cosas, no lo haya para el “común” de la gente, y se cometa una vez más el incomprensible acto de tratar de ponerse en el lugar de otro, en una actitud que mezcla lo comprensivo con lo egocéntrico.
   Otra vez la discusión pasó ciertamente por los resortes que no se le fueron dando, quizás, a esa madre para que fuese capaz de soportar la angustia que en ocasiones puede llevar a cometer actos como el que cometió; esa es una lectura.
    La otra lectura, algo más simple por no menos valedera, bien podría ser que las cosas, a veces, resultan inasibles, imprevisibles y que solamente fue un rapto de locura lo que la llevó a esta madre a cometer el peor de los crímenes. Y no está mal pensarlo así.
   “Somos todos un poco responsables de la muerte de Lara”, se oyó decir en muchos ámbitos de discusión y debate; responsables en tanto no se ha tenido la capacidad de contener a una chica que probablemente antes de tomar esa dramática decisión había dado algunas señales en ese sentido.
   Pero cuando todos somos responsables, el responsable no es nadie; y tal vez así sea, ¿por qué no? La volatilidad de un mundo que pasa en muchas ocasiones por lo virtual, por lo ficticio, por lo ajeno, hace, en cierto modo, volátil la vida; y la muerte.
   Algo así como que la virtualidad -presente aparentemente también en este caso- le quita entidad a las cosas; le quita fuerza. Y eso termina generando decisiones, seguramente no tan drásticas como la de Lara, pero ciertamente peligrosas para la integridad física y psicológica de los jóvenes, mayores abonados a toda esta locura que se percibe.
   Lara era alumna del Colegio Nacional y se suicidó en un aula del Colegio Nacional, y eso no es menor; la misma aula en donde yo, mi padre y mi abuelo, probablemente, cursamos. El impacto, entonces, es aún más inexplicable, estremecedor.
   Y digo que no es menor que se haya suicidado en el Colegio Nacional, porque allí existe -y me consta- un grupo de apoyo psicológico constante, un gabinete psicopedagógico con profesionales idóneos y un marco interdisciplinario institucional posible de contener a adolescentes con algún tránsito más o menos traumático. ¿Todo eso sirve? Sí, pero no siempre es suficiente.
   Como sociedad, claro, no estamos listos para recibir algunas noticias; pero es como sociedad como nos comportamos, a veces, en favor de que ellas sucedan.
   La soledad, la falta de proyectos, la violencia, el acoso, la competencia, la codicia, la comparación, el bullying -que siempre existió pero que ahora se hace más notorio y doloroso-, son algunos de los sentimientos y conductas que generan todo esto que ahora recae en nuestra conciencia como algo que no pudimos percibir pero de lo cual seguramente fuimos partícipes en algún momento.
   Pero otra vez se cae en la diatriba de sentirnos todos un poco responsables y a la vez no hacernos cargo, días después de lo sucedido, de las consecuencias de nuestros actos.
   ¿Se puede encontrar en la sociedad la explicación de conductas como las adoptadas por aquella madre y esta joven? Ciertamente, sí, y en muchas de las acciones cotidianas existe de manera inherente esa sensación de soledad hasta metafísica que nos hace estar sin estar y no estar, estando, que puede conducir a esas decisiones.
   Pero ¿es esta la única respuesta posible a tanta locura, a tantas y tan tristes enfermedades? A veces tenemos que entender, sin por ello dejarnos de ocupar de lo que nos compete como personas, que hay hechos inevitables, que no todo puede preverse y que, quizás, en esa desesperación de tratar de ver más allá de lo que podamos puede radicar nuestra principal carencia como sociedad.
   La culpa suele ser uno de los atajos que más rápidamente sirve para tratar de hacerse piel con situaciones que a uno lo exceden o conmueven. Se puede, entonces, sentir, además de dolor, algo de culpa en todo esto; una culpa que no llega a concretarse en ocasiones en acciones puntuales sino que termina funcionando más como un consuelo que otra cosa.
   En El Malestar en la Cultura, Freud analiza al sentimiento de culpa “como el problema más importante del desarrollo cultural” para “mostrar que el precio del progreso cultural debe pagarse con el déficit de dicha provocado por la elevación del sentimiento de culpa”. Algo de eso pudo haber pasado de manera automática por la cabeza de varios a la hora de buscar respuestas a lo incomprensible y doloroso.

   Una mirada introspectiva, sin culpas ni arrepentimientos y con actos reales, se impone en tiempos donde todo parece desvanecerse y quedar en una conciencia cada vez más golpeada y aplastada. Hoy es el futuro.