Mezclarse con la
gente es lo más maravilloso del mundo. Nutre, gratifica, enseña, educa.
De un tiempo a
esta parte, me he vuelto cada vez más reticente a pronunciar frases hechas; me
parecen repulsivas, vacías de contenido y reproducidas automáticamente en
situaciones similares, una y otra vez de manera ininterrumpida.
Aunque a veces
caigo en la tentación de decir alguna, o bien me freno antes de expulsarlas o
bien, una vez que las empiezo a decir, pido perdón y me retracto. Pero hace
poco escuché una que, no sólo por no ser conocida sino por ser de una
profundidad inmensa, me quedó en la mente como una pequeña abeja, zumbando y
generando pensamientos, algunos quizás en exceso, como me suele suceder.
Estoy viajando
más en colectivo, y eso tiene, además del consiguiente relajo, algún que otro
aprendizaje de esos que te da la vida y cuya capitalización depende de la forma
en que se tome cada acto. Mezclarse entre la gente, no aislarse, ser un ser
social, enriquece, nutre y enseña a vivir mejor la vida.
La escena, por
cotidiana, no parecía despertar demasiadas revelaciones, aunque en el fondo, de
lo cotidiano, de lo rutinario, pueden salir las mejores cosas. Yo estaba en el
primer asiento, leyendo o algo así; el chofer, un tipo macanudo, paró en una de
las esquinas y ahí mismo subieron varias personas, pero la última dijo lo que
para mí sería algo revelador.
Uno tiende a
creer que las grandes frases salen de las grandes personalidades,
frecuentemente asociadas a la errónea
idea de éxito con la que se convive a menudo. Pero, quizás quienes digan
más verdades, sean las personas que no
tienen otro conocimiento que el de la rica experiencia; esa suerte de empirismo
duro, pero aleccionador, triste y rico a la vez.
Pasaron los
viajeros sin pena ni gloria, pagando su boleto como cualquier otro día. Pero la
última, una señora de uno 60 años, le dio al colectivero un billete malogrado;
evidentemente, chofer y pasajera se conocían, por lo que el colectivero le
recriminó amistosamente el mal estado del billete. La señora, claro, tomó el
comentario de buena manera y sólo atinó a decir, quizás automáticamente, sin
pensar en la profundidad de sus palabras, “ninguna plata es santa”.
Dejé de leer
instantáneamente y miré a la señora. Me detuve en su mirada, intenté generar
alguna asociación que me facilitara conectar esas palabras mágicas con lo que
estaba mirando, y lo más sublime fue que no había en esa dualidad relación
alguna.
“¡Cuánta verdad!”,
pensé. Es que no hay verdad más clara que esa, más llena de lucidez y de
realidad. Junto a sus palabras, comencé a pensar qué, cómo, dónde, por qué,
quién le había dicho esa frase, sencilla y reveladora.
Esa frase reprsenta la esencia misma de un sistema perverso, que endiosa el dinero, que exalta el exito y que provoca su obtención a cualqueir precio. Todo tiene un precio, todo parece poder comprarse con plata, y eso mismo es lo que la hace miserable, despreciable, non sancta.
Como ninguna plata es santa -la palabra santa también puede ser cuestionable-, su importancia debiera ser relativa, su valor, cuestionable, y su poder imponderable. Pero nada es así entre los que más tienen, paradójicamente; y por eso es en las personas que no conviven a menudo con su exceso que estas frases cobran un vigor y una validez especial.
¿Cómo puede ser santa la plata si en nombre suyo se mata, se roba, se corrompe? ¿Cuánto mejor sería el mundo sin su poder omnisciente? Todo eso pensé después de escuchar esa frase; seguramente pensé más -no mejor- que la propia señora que la dijo.
El hombre es un
ser social me enseñaron en el colegio. Nutrirse de otras realidades suele ser
una buena forma de comenzar a comprender mejor los vaivenes de una vida
compleja, rica y dinámica. Y viajar en colectivo puede tener algo de eso; un
poco de mezcla, pureza y fantasía.