martes, 26 de febrero de 2013

Un símbolo, una búsqeda y un pedido




Un símbolo, una búsqueda y un pedido

   Más allá de toda derivación, suspicacia, dolor, sentimiento o sensación, la marcha en conmemoración del año de la tragedia de Once tuvo, en sí misma, algo, si no novedoso, al menos llamativo.
   El dolor, padre de todos los sentimientos en ocasiones como esta donde 51 personas perdieron la vida de manera trágica y por la cual aún no hay ningún responsable tras las rejas, merece el mayor de los respetos y la comprensión de cualquier persona; pero vale la pena destacar algo que sucedió y que, aparentemente, pocos notaron.
   Se entiende por iconografía a la descripción de un tema o asunto representado en imágenes artísticas, que generalmente simbolizan a la cosa en cuestión. Todos los familiares y personas involucrados en el pedido desesperado de justicia, llevaban, arriba de sus cabezas, el mismo cartel que bregaba por que la causa pueda dilucidarse y, al menos, la memoria de sus seres queridos pueda ser reivindicada desde algún lugar.
   Por lo descripto, nada diferente a los demás reclamos de los familiares después de una tragedia de estas magnitudes; nada, salvo una cosa que llamó poderosamente mi atención.
   El cartel del pedido de justica en cuestión, tenía en sí mismo un mensaje que, lejos de reforzar el pedido, le otorgaba la necesaria cuota de show visual, innecesaria y, para mí, repulsiva. Ju5t1cia -la t era representada por una cruz-, pedían las miles de personas que se acercaron hasta el acto, que estuvo prolijamente conducido por un periodista y en el que se recordaron las víctimas y cada una de sus historias.
   Esto quiere decir, entre otras cosas, que en medio de todo el dolor, de toda la angustia y el desasosiego, hubo al menos una persona que tuvo la increíble capacidad de abstracción -seguramente desprovista de ese terrible pesar- para diagramar una suerte de "logotipo" de lo que sería, ni más ni menos, que un sentido reclamo reivindicatorio.
   Pensó, quizás, que asociar el número de víctimas (51) con las letras S e I  y, además, poner caprichosamente una cruz para simbolizar la t -como si todos los muertos fueran católicos o, lo que es peor, practicantes-, podía generar algún impacto mayor en una sociedad que francamente no creo que necesite de esas muestras de arte barato e intencionado para dimensionar la fuerza de un pedido de esta envergadura.
   No sin temor a equivocarme, podría afirmar que quien diseñó esta payasada no fue un familiar de alguna víctima, sino que fue alguien que cree comprender la dinámica de la sociedad en la que estamos inmersos, donde ante cada acto, cada situación o cada sentimiento, es necesario montar un espectáculo, un show.
   La banalización del dolor -así como de casi todos los sentimientos-, su puesta en una dimensión francamente diferente de la que intrínsecamente tiene, es una de las formas en que se trata de decodificar el mapa de representaciones -visuales en su mayoría- por las cuales se cree que la eficacia de un mensaje será mayor y más certera.
    Y esto no es otra cosa que lo que podría llamarse el espectáculo de la muerte, que es tan execrable como el espectáculo de cualquier otro sentimiento. Dentro de este cúmulo de simbolismos ligados a la muerte se pueden hallar, en diferentes culturas y religiones, miles de representaciones que dan cuenta de este hecho; por nombrar la que tenemos más cerca en nuestra cultura, las caravanas de autos al cementerio, las misas, las flores, la ropa negra -cada vez menos usada- y muchas otras manifestaciones, son, ni más ni menos, que la puesta en escena de algo tal vez necesario para asimilar el dolor de una pérdida irreparable.
   Todos ellos construcciones culturales, los ritos que acompañan a la muerte -más que a la vida- pertenecen al mundo de actividades naturalizadas que difícilmente se sociabilicen para ser puestas en análisis; sus raíces en ocasiones son la fe y las diferentes creencias, por lo cual poco se puede hacer para modificarlas; sobre todo porque todos, en definitiva, terminamos necesitando de ellas para poder comenzar a elaborar el duelo.
   Pero lo del cartel del pedido de justicia no entra en esta dimensión recientemente analizada; representa la más vil de las abstracciones, la menos ligada al pedido sincero de justicia y, además, significa un atroz aprovechamiento de las víctimas que, con toda la angustia encima, evidentemente no estuvieron con la cordura necesaria para darse cuenta de la fantochada que se estaba haciendo con su legítimo reclamo.
   ¿Hay espacio en el corazón luego de algo como lo sucedido aquella mañana de febrero de 2012 para diseñar un pedido de justicia? ¿Cuán noble  -o canalla- puede ser un artista para tener esa capacidad de inventiva a prueba de todo buen gusto? ¿Cuál es límite del aprovechamiento de una situación como esta? Pocas de estas preguntas, quizás, tengan una respuesta satisfactoria, pero de todas formas, pocas personas se las formulan.
   Alejado de implicancias políticas, históricas y coyunturales, lo del cartel fue, en sí mismo, un símbolo de los tiempos que corren, en los cuales probablemente sea más eficaz un pedido adornado como el de la semana pasada, que el legítimo llanto de una madre, un padre, o una simple pancarta escrita a mano con todo el dolor del alma.
   Siempre, como en todos los casos, aparecen los rapiñeros inescrupulosos que tratan de sacar su rédito de la mayoría de las situaciones posibles, casi todas dolorosas. Y la semana pasada no fue la excepción; se aprovecharon la carroña que dejó el dolor de cientos de padres y miles de familiares y amigos para, una vez más, banalizar su dolor, su reclamo y, paradójicamente, su imagen.
   Esos son los pequeños impactos a corto plazo que se tratan de generar y que, en la mayoría de los casos, quedan en la nada, como meras anécdotas que no perdurarán en el tiempo, cuando en realidad un pedido de justicia y el dolor, cuanto menos camuflados estén, más eficaces son como reivindicaciones igualadoras.

lunes, 25 de febrero de 2013

Trámites, tiempo y otras derivaciones

   Si el tiempo es dinero y cuanto más tiempo demandan determinados trámites mayor el grado de complejidad de la vida que lleva cada uno, estoy en condiciones de afirmar que llevo una vida mansa, calma o bien miserable, depende el prisma con el que se lo mire.
    Lo que voy a llamar a partir de este momento el "índice trámite" viene a ser algo así como el paralelismo que adquiere en sociedades desarrolladas la idea que se condice con suponer que, a medida de que va a pasando el tiempo, uno se va cargando de mayores responsabildades, complejidades y esto debería tener un correlato con la duración y la periodicidad en que realiza trámites, compras o gestiones de cualquier índole.
   Así como existe el "riesgo país", el "índice Dow Jones", la "sensación térmica" y muchas otras de esta clase de clasificaciones cais siempre deliberadas e intencionadas, el "índice trámite" podría ser una herramienta válida para determinar el grado de complejidad de la vida que lleva cada uno.
    Toda la vida nos han asignado trámites, gestiones, tareas, y éstas han ido creciendo en sofisticación y, por consecuencia, comenzaron a insumirnos cada vez más tiempo. De chicos, nuestra gestión era, cuando comenzábamos a adquirir alguna independencia aunque fuera menor, ir al kiosco de la escuela a comprarnos alguna golosina y este era un menester que, más allá de la cola, no duraba más de un minuto.Más adelante, las fotocopias comenzaron a asumir el rol de trámite por excelencia y de a poco el tiempo fue creciendo y con él se iba instalando el hábito de que cada vez se iba a tardar más para conseguir las cosas.
    Pues bien, si todo hubiese seguido su rumbo tal cual parece estar establecido, hoy, a mis 33 años, pasaría, como mucha gente que me rodea, mucho tiempo haciendo diversos trámites, sobre todo el él lugar de los trámites que son los bancos.
    Bajo la premisa de que el tiempo es dinero y de que tiempo que se pierde -la expresión, por habitual, no deja de ser absurda porque, ¿realmente se puede perder el tiempo?- no se puede aprovechar generando más dinero, entre otras cosas, se ha instaurado para casi todos los trámites el sistema de débito automático, para lo cual hay que hacer, claro, una gestión no demasiado engorrosa ni duradera. Pero ese no es el punto del artículo.
    Decía, entonces, que con lo que llamo "índice trámite", podríamos sacar una aproximación del nivel de complejidad por lo cual, cuanto más tiempo se demora en hacer determinados trámites, más compleja e insertada en el sistema pareciera resultar una vida.
   Bueno, si de ese valor debería medirse mi vida, fácilmente se podría advertir que algo anda mal a mis 33 años, o que al menos no anda como el sistema espera que ande. Colas de bancos o turnos con el médico, por poner dos instancias, son la cabal demostración de este fenómeno que, aunque placentero, no deja de inquietarme.
   Tras una larga espera, tanto en una como el otra, cuando llega mi turno, éste nunca insume para mí el tiempo que sí insume para los demás; y esto siempre me ha inquietado.Y me ha movilizado al punto de tardar más de la cuenta inclusive una vez que el trámite ha finalizado para no sentirme menos "adulto" que el resto de las personas que tardar 3, 4 ó 5 veces más que yo; entonces, acomodo los billetes -en el caso de los bancos- o me quedo charlando de alguna otra dolencia -para con los médicos-.
    Mi dermatólogo, por ejemplo, es un hombre con el que dan ganas de irse a atender, de no ser por el precio que cobra. Bien dispuesto, con una sonrisa, elegante, recibe cualqueir consulta con beneplácito y, en lo que refiere a mí, me despacha en 2 minutos. Desdramatizar es, en lo personal, algo que todo médico debe tener y que opera en favor de la psiquis del paciente; y éste es un caso de esos, aunque por momentos algo extremo.
    "Ah sí, ponete esta cremita", suele decir, y listo el pollo. Fue una hora de espera, leerme las inefables revistas que suelen haber en las salas de espera de los consultorios -con la mortificación propia de no saber qué se tiene-, pensar, esperar, impacientarse -de ahí, seguramente, viene la denominación de paciente-, especular, para que, una vez adentro, en 2 minutos me largue con la misma sonrisa con la que me cobró lo que valía la visita. Es en ese momento, donde tomo coraje y comienzo a preguntarle sobre cualquier otra dolencia, por más que no sea de su especialidad, para que la gente de afuera sienta lo mismo que sentí yo durante la hora que estuve esperando y fumándome la Para Tí, Viva, Gente, Caras, Hola, etc. etc. etc. Es mi pequeña revancha.
   ¿Es mi vida tan poco compleja? ¿Tengo todo solucionado como para no perder el tiempo en las cosas en las cuales la gente sí lo pierde? Claramente, no, y por eso es que esto siempre me ha hecho un ruido especial. Pero no me desespero; ya llegará el momento en el que tenga que ponerme a hacer otro tipo de cosas que sí demandarán mayor tiempo, dedicación y stress. Hasta entonces, teorizaré y seguiré guradndo los billetes en la caja del banco mirando para el mismo lado y de mayor a menor.

domingo, 24 de febrero de 2013

Lucas (escrito el 3/3/12)


“Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos”.

   La fuerza de un nombre, a veces tuerce un destino; lo reafirma, le da entidad, fuerza, vigor, identidad. La tragedia de la estación de Once tuvo en sí misma la cara de varias sensaciones: el dolor, la desesperación, la angustia, la impotencia y, al final del camino –vaya metáfora-, tuvo un nombre; Lucas.
   El hallazgo del cuerpo sin vida de Lucas fue, esta vez, el simbolismo más grande toda esta tragedia, que de por sí costó mucho más que esa vida; se llevó a otras 50, que, por anónimas, parecen haber formado parte de otro fenómeno, no menor, pero de una semántica diferente.
   El nombre es algo inasible que nos acompaña hasta el último instante de nuestras vidas; nadie osó, jamás, cambiárselo –sí los apellidos-. Y es esa fuerza la que, en hechos como el del otro día, sale a la luz de la manera más terrible. Ya lo decía una vieja publicidad de un banco: “Un buen nombre es lo más importante que uno puede tener” –lo de “buen” puede ser un exceso-.
   No es casual –muy pocas cosas lo son en situaciones como esta- que sean los padres de Lucas, quienes aparecieron primeramente en los medios –que los emplearon como símbolo unívoco del dolor-, quienes salieron a realizar conferencias reivindicatorias y a reclamar justicia o algo así. Ellos tienen el mismo derecho y el mismo dolor que los demás 50 padres o hijos, pero en ellos cayó, mágicamente, el deber de hacerlo. Y ese deber fue así porque la tragedia, por fin, tuvo un nombre.
   Toda lucha parece más justa cuando se hace en nombre de alguien o de algo concreto. Las causas perdidas no tienen nombre; son entidades que deambulan como valores a veces inalcanzables y por los cuales las peleas adquieren formas en ocasiones incomprensibles. La justicia, la verdad, el honor, el orgullo, no son más que palabras sueltas cuando el dolor se apodera de las almas. Pero cuando a cada pedido lo acompaña un nombre, el pedido se resignifica y adquiere un valor en sí mismo.
   Aunque en el fondo todas las 51 víctimas estén incluidas en el reclamo, la justicia por Lucas tiene otro valor, otra fuerza y despierta otra ilusión. Para los que lo sufren, anida una luz de esperanza que se renueva en cada pedido, cada conferencia; para los que le sacan algún rédito, tiene otro marketing, otro impacto mayor y más creíble; más humano.
   Pelear siempre es en nombre de algo; toda lucha tiene un nombre y todo nombre requiere cierto cuidado. Cuidado a la hora de usarlo, “usufructuarlo” y, a partir suyo, generar nuevas movidas tendientes, todas, a generar un mayor impacto, sin que esto signifique necesariamente el esclarecimiento de ningún hecho.
   Hasta que no se dio la trágica y lamentable aparición de Lucas, el único muerto que tuvo nombre en el mismo momento de su hallazgo, los cuervos rapaces de siempre parecían no poder darle a la tragedia, de por sí dolorosa, la carga emocional necesaria para llegar a conmover a la sociedad que no estaba directamente afectada por la desgracia.
   Pero apareció y, junto a él, instantáneamente se conoció su historia, sus vicios, su vida, sus amores, sus amistades, sus sueños y toda una serie de cosas que perfectamente encajan en lo que podría ser la vida de cualquier amigo nuestro o bien de nosotros mismos.
   La idea de empatía ligada a la tragedia, lejos de construir, genera sentimientos extremos, desde los cuales ninguna solución sensata pareciera ser posible. Es que, en el fondo, quienes buscan las soluciones no terminan siendo en definitiva quienes capitalizan el hallazgo del cuerpo de Lucas como un ícono de una lucha, de un pedido, de un reclamo que los trasciende.
   Los padres de Lucas, entonces, fueron puestos ahí por personas ajenas a la protesta de manera deliberada y canalla. Nadie debería usufructuar el dolor de dos padres cuando sufren una tragedia como los de Lucas, pero de todas formas alguien lo hizo y trató de sacar el mayor rédito posible.
   Lucas, sin quererlo, pasó a ser parte de una lucha napoleónica para la cual jamás había sido preparado. Y él fue Napoleón y el resto de las víctimas, un ejército anónimo que de a poco se fue conociendo; fue el símbolo de un pedido y tratarán de usarlo lo más que puedan.
   Mientras, otras 50 personas ya tampoco están, sus familias las lloran y sus historias, tal vez similares a la de Lucas, pareciera que entran dentro de una misma bolsa de dolor, angustia e indignación que las iguala, no las distingue.
   El peso específico del nombre de Lucas es directamente proporcional a la desenfrenada búsqueda de algo que no es estrictamente justicia por algunos medios y, por ende, por la gente que, indignada con justa razón, trata de ponerse –equivocadamente- en los zapatos de Lucas para seguir esperando que las cosas cambien, tal vez sin darse cuenta que con actitudes así, todo seguirá inevitablemente igual.

martes, 5 de febrero de 2013

¿Feliz domingo?

   Tradicionalmente, los domingos suelen ser días de descanso; sobre todo sus mañanas. En el caso de los que tienen la suerte de no trabajar, en esos días cuerpo y mente parecen relajarse y estar más abiertos a placenteras prácticas poco cotidianas y, en ocasiones, enriquecedoras.
   Bien; estas nociones, claramente, son interpretadas milimétricamente por el mercado, que diagrama, según el lugar en el cual se manifiesta, determinadas estrategias de cooptación, adoctrinamiento y sugestión.
   Por ejemplo, con el correr de los años y el corrimiento de los hábitos de consumo, se ha hecho cada vez más frecuente, desde la instalación de los shoppings en las grandes ciudades, que todos sus locales permanezcan abiertos los domingos, tal vez uno de los días de mayor caudal de ventas. La gente, sin preocupaciones, de paseo en el shopping únicamente por el placer de ver y comprar productos, se muestra más propensa a hacer compras porque su cabeza está centrada únicamente en eso y no tiene otras preocupaciones situacionales como sí sucede, por ejemplo, algún día de semana.
   Tampoco es casual -nada lo es- que los días de mayor concurrencia a la iglesia sean los domingos y que para todos los creyentes la misa casi impostergable sea, precisamente, la del séptimo día de la semana; esa que se da cuando la mente entra en reposo y es más permeable a cualquier influencia y adoración; a escuchar sin otro filtro que el de la manifiesta voluntad de escuchar lo que se sabe que va a ser dicho y no cuestionarlo.
   En ese sentido, claro, también los domingos son días de lectura, quizás los de mayor lectura de la semana, en consonancia con esta idea de una mente desprovista de preocupaciones coyunturales como el trabajo o alguna determinada obligación impuesta.
   El mercado de la literatura sobrevive más allá de los días de semana y sus obras permanecen inmutables en el tiempo, inalterables, por lo cual este tipo de teorías como las que pretendo esgrimir, no cabrían en ese tipo de arte. Aunque no es menos cierto que existe un mayor placer cuando se lee con tranquilidad y por placer que cuando se realiza para evadirse o por mera costumbre.
   Siempre hablando del arte escrita, con la prensa, por su parte, también se da este fenómeno. Los medios gráficos, notables receptores -o generadores- de los mensajes de la sociedad, comprenden, quizás mejor que nadie, su papel, su rol, su propósito y son implacablemente funcionales a este tipo de situaciones.
   Por el tiempo disponible, la predisposición mental y la costumbre impuesta, los diarios de los domingos suelen tener, además de más páginas, una mayor cantidad de columnas de opinión, mayor análisis de las noticias, más publicidad y, claro, una intrínseca búsqueda de influencia en sus propios lectores -y por qué no en lectores ajenos-. Es que el hombre de domingo, difícilmente cuestione.
   Heiddeger, uno de los filósofos más importantes de la historia, advertía el peligro que supone "vivir en estado interpretado", de "existencia inauténtica"; esto es, a grosso modo, no hablar, sino ser hablado; no pensar, sino ser pensado. Nada -o poco- de lo que hacemos, deseamos, decimos o pensamos es legítimamente autónomo y en esto tienen un crucial papel los medios.
   
TAPA, TAPITA, TAPON

   El pasado domingo tuve una revelación que fue la que me impulsó a escribir estas líneas. No estaba en casa -donde recibo el diario local- y, para no pasar de largo la placentera costumbre de desayunar con el diario el día que más tiempo tengo a la mañana, decidí ir a comprar uno, otro.
   Sin mencionar de qué diario se trataba, comencé a ojearlo y, para equiparar las fuerzas, leí, también otro "de la otra vereda". Quería tener las dos caras de la moneda, por un lado y, además de tenerlas, corroboré algo para mí inaudito.
   Se sabe que las tapas de los diarios son, más allá de una herramienta de marketing y una fuente de ventas, una clara demostración de las aspiraciones y los alcances de los medios. De qué quieren que se sepa, en qué orden y bajo qué miradas; es parte de lo que delimita lo que se conoce en la jerga como la "agenda setting".
   Ahora bien, ¿cuántas noticias puede albergar la tapa de un diario? ¿En cuántas cuestiones tiene que hacer foco el lector medio para poder salir a la calle y comprender, erróneamente o no, las cosas más cruciales del país y, ya más ambicioso, del mundo? 
   En una de las portadas, la que había comprado primero, había un título importante -que hablaba de la justicia-, otro arriba pequeño con una ilustración -que daba cuenta de una declaración de la presidente-, una pequeña mención al clásico deportivo y el anuncio de los artículos de los columnistas de ese medio. 
   En la otra -eran tantas que espero que mi memoria no me traicione-, estaba como tema principal las fotos íntimas de "nuestra" futura reina de Holanda, el cumpleaños de una diva en franca decadencia, un dato acerca de que las mujeres consumen cada vez más Viagra, otro del cambio de hábitos en el rubro 59 -el de la trata de personas- y alguna que otra noticia seguramente más "normal" y por ello olvidada.
   Al margen de las tendencias de uno y otro medio, la adecuación de los temas de tapa es lo que pretende hacer este artículo más rico. Al margen de la mirada desde la cual estaban siendo tratados, los temas del primero de los medios citado podría haber sido enfocados desde otra visión y los tópicos, que de por sí solos eran importantes, habrían tomado otra relevancia. En relación a los de la segunda, la fantochada que supone una tapa de ese estilo, bajo ningún punto de vista es defendible, comprensible y aceptable. 
   Ostentaciones como la de las fotos de la familia real, el cumpleaños de X en Punta y su posterior viaje a Miami, y aberraciones como el tratamiento de los nuevos hábitos de consumo de sexo en una tapa de un diario es algo dañino, violento, repulsivo; que fomenta la violencia, la división y genera bronca y resentimiento.
   Y no es algo desinteresado. Esto no es ni más ni menos que una parte de un engranaje mucho mayor; ese que Antonio Gramsi llamó los "intelectuales orgánicos", que no son ni más ni menos que los estamentos de la sociedad -de determinadas clases, fundamentalmente las más poderosas- encargadas de desarrollar y reproducir las condiciones de existencia dadas. Ente ellos, se pueden encontrar, además de los medios, el Estado -en sus diferentes etamentos-, el empresariado, la escuela, la iglesia y el ejército, por citar algunos. "El intelectual tiene como función el homogeneizar la concepción del mundo de la clase a la que está orgánicamente ligado;(...)no es, pues, el reflejo de la clase social: desempeña un papel positivo para volver más homogénea la concepción naturalmente heteróclita de esta clase. (...) Son primeramente, los organizadores de la función económica de la clase a la que están ligados orgánicamente", dice Gramsci.
  
Es imposible procurar la objetividad y pretender que todos los públicos tengan intereses similares; ya nadie siquiera lo disimula. Pero el límite de todo debería ser el criterio funcional a la hora de elegir sobre un tema u otro. Nada de lo que describí en la segunda tapa nos sirve a ninguno de nosotros para ser mejores personas, para comprender el país o para poner las cosas en su justa medida.
   Justamente, no es menos cierto que si ese diario de las fotos ostentosas persiste en su empecinada tendencia a editar tapas que nada tienen que ver con el país sigue saliendo a la calle es porque hay un público cautivo que exige ese tipo de noticias; la llamada "no noticia" de la que muchos medios se valen para justificar el uso a veces abusivo del papel sin mayores ambiciones que ser "más grande". 
   Por eso, no se trata de coartar la libertad de expresión; ciertamente un país que se da lugar a que coexistan estas dos formas de ver el periodismo es más rico y profundiza el debate y la sana división. Pero creo responsable que los que pueden tener esa capacidad de discernimiento puedan actuar en consecuencia para evitar que esta tendencia se propague.

domingo, 3 de febrero de 2013

Salven a los sorrentinos

   Me permito, hoy, un apartado bastante menos pretencioso que algunos de los anteriores artículos.
   Algo pasa con los sorrentinos. Sin ser un fanático de toda la vida de las pastas, debo reconocer que siempre he tenido predilección por los sorrentinos. ¿Las razones? Las desconozco, pero desde pequeño, en aquellas apoteóticas y recordadas cenas en el Club Mar del Plata, con primos, amigos, tíos, padres, etc., ha quedado en mi retina y en mi memoria gustativa el placer de comer esta pasta, mitad gran raviol, mitad relleno simple e inmejorable.
   El motivo de mi escritura, ahora, es tratar de desentrañar lo que, para mí, es un misterio asombroso; quizás el más asombroso del universo culinario: ¿Qué pasa con los sorrentinos disponibles en el mercado? 
   Según data en algunos sitios, el origen de los sorrentinos se vincula con nuestro país, más precisamente con un restaurante de Buenos Aires y de la mano de un chef marplatense -¿casualidad con mi locura por los del Club Mar del Plata?-; también algún cordobés se brega el derecho de reclamar su autoría.
   Es cierto, en este sentido, que el mercado como regulador de las conductas de las masas casi siempre oye, o pretende hacerlo, el pedido de las mayorías; pero no es menos cierto que el clamor por los sorrentinos no está siendo oido por las grandes fábricas de pastas.
   Si, como corroboré, la relación de la velocidad del crecimiento de las uñas de la mano y del pie es, aproximadamente de 3 a 1 en favor de la mano, el de la cantidad de cajas existentes de ravioles en relación a las de sorrentinos es de, por lo menos, 25 a 1, en favor de los primeros. Según esta artículo, los sorrentinos y los ravioles son algo así como primos hermanos, y por eso es que hago la comparación entre unos y otros.
   Entonces, ¿Qué tienen de especial los ravioles por sobre los sorrentinos? La idea del precio es relativa, porque si bien los ravioles suelen ser más económicos, la razón de esta condición puede encontrarse en, por ejemplo, la cantidad de ofertas en el mercado que hay de ravioles; ergo, si los sorrentinos tuvieran más intercompetencia, probablemente su precio, por una de las leyes de autoregulación del mercado, tenedería a bajar.
   En segundo lugar, en un mundo en el cual la cantidad muchas veces es más fuerte que la calidad, la idea de que una plancha de ravioles es más abundante que, por ejemplo, media docena de sorrentinos, puede venir a reforzar la idea de la sobreabundancia de los primeros sobre los segundos. En este sentido, la catarata de ravioles suele dar, ante la primera mirada, una idea de saciedad mayor a la de un plato con 6 sorrentinos; pero, lejos de ser así, la sensación de saciedad suele ser, sino la misma, similar.
   Con el tiempo, los sorrentinos, en virtud de la escacez que hay en el mercado, se pueden considerar los "reyes" del mundo de las pastas; su poca participación en las góndolas, hacen que cada planchuela cotice por sí sola. Y nadie, a ciencia cierta, puede explicar esta aberración.
   El sorrentino se ha convertido en lo que es, entonces, gracias a la acción deliberada del mercado que, por haberlo dejado de lado del alcance del consumo masivo, automáticamente lo ha puesto en una especie de lugar de privilegio que no se sabe si alguna vez pretendió ocupar.
   Sin dudas que, más allá de las razones y la historia detrás del consumo de este planto, hay una valoración si se quiere clasista del sorrentino; valoración por todos lados absurda y artificial, puesto que nada sería así si el sorrentino se encontrara con la facilidad que se hallan los ravioles.
   Si se aspira a un mundo más justo, con más igualdades de acceso para la mayoría, entonces llegó la hora de sincerarse en relación a los sorrentinos, que están siendo vilmente discriminados por el mercado, primero, y las fábricas de pastas, después.
   Por eso, ya sea por orgullo patriótico o por una mera reivindicación gastronómica es que se impone un pedido de salvataje de esta noble pasta, que seguirá, tal vez, incomprensiblemente ignorada en góndolas y en menúes y que merece una oportunidad para salir del ostracismo.