Un símbolo,
una búsqueda y un pedido
Más allá
de toda derivación, suspicacia, dolor, sentimiento o sensación, la marcha en
conmemoración del año de la tragedia de Once tuvo, en sí misma, algo, si no
novedoso, al menos llamativo.
El dolor, padre de todos los sentimientos en ocasiones como esta donde 51 personas perdieron la vida de manera trágica y por la cual aún no hay ningún responsable tras las rejas, merece el mayor de los respetos y la comprensión de cualquier persona; pero vale la pena destacar algo que sucedió y que, aparentemente, pocos notaron.
Se entiende por iconografía a la descripción de un tema o asunto representado en imágenes artísticas, que generalmente simbolizan a la cosa en cuestión. Todos los familiares y personas involucrados en el pedido desesperado de justicia, llevaban, arriba de sus cabezas, el mismo cartel que bregaba por que la causa pueda dilucidarse y, al menos, la memoria de sus seres queridos pueda ser reivindicada desde algún lugar.
Por lo descripto, nada diferente a los demás reclamos de los familiares después de una tragedia de estas magnitudes; nada, salvo una cosa que llamó poderosamente mi atención.
El cartel del pedido de justica en cuestión, tenía en sí mismo un mensaje que, lejos de reforzar el pedido, le otorgaba la necesaria cuota de show visual, innecesaria y, para mí, repulsiva. Ju5t1cia -la t era representada por una cruz-, pedían las miles de personas que se acercaron hasta el acto, que estuvo prolijamente conducido por un periodista y en el que se recordaron las víctimas y cada una de sus historias.
Esto quiere decir, entre otras cosas, que en medio de todo el dolor, de toda la angustia y el desasosiego, hubo al menos una persona que tuvo la increíble capacidad de abstracción -seguramente desprovista de ese terrible pesar- para diagramar una suerte de "logotipo" de lo que sería, ni más ni menos, que un sentido reclamo reivindicatorio.
Pensó, quizás, que asociar el número de víctimas (51) con las letras S e I y, además, poner caprichosamente una cruz para simbolizar la t -como si todos los muertos fueran católicos o, lo que es peor, practicantes-, podía generar algún impacto mayor en una sociedad que francamente no creo que necesite de esas muestras de arte barato e intencionado para dimensionar la fuerza de un pedido de esta envergadura.
No sin temor a equivocarme, podría afirmar que quien diseñó esta payasada no fue un familiar de alguna víctima, sino que fue alguien que cree comprender la dinámica de la sociedad en la que estamos inmersos, donde ante cada acto, cada situación o cada sentimiento, es necesario montar un espectáculo, un show.
La banalización del dolor -así como de casi todos los sentimientos-, su puesta en una dimensión francamente diferente de la que intrínsecamente tiene, es una de las formas en que se trata de decodificar el mapa de representaciones -visuales en su mayoría- por las cuales se cree que la eficacia de un mensaje será mayor y más certera.
Y esto no es otra cosa que lo que podría llamarse el espectáculo de la muerte, que es tan execrable como el espectáculo de cualquier otro sentimiento. Dentro de este cúmulo de simbolismos ligados a la muerte se pueden hallar, en diferentes culturas y religiones, miles de representaciones que dan cuenta de este hecho; por nombrar la que tenemos más cerca en nuestra cultura, las caravanas de autos al cementerio, las misas, las flores, la ropa negra -cada vez menos usada- y muchas otras manifestaciones, son, ni más ni menos, que la puesta en escena de algo tal vez necesario para asimilar el dolor de una pérdida irreparable.
Todos ellos construcciones culturales, los ritos que acompañan a la muerte -más que a la vida- pertenecen al mundo de actividades naturalizadas que difícilmente se sociabilicen para ser puestas en análisis; sus raíces en ocasiones son la fe y las diferentes creencias, por lo cual poco se puede hacer para modificarlas; sobre todo porque todos, en definitiva, terminamos necesitando de ellas para poder comenzar a elaborar el duelo.
Pero lo del cartel del pedido de justicia no entra en esta dimensión recientemente analizada; representa la más vil de las abstracciones, la menos ligada al pedido sincero de justicia y, además, significa un atroz aprovechamiento de las víctimas que, con toda la angustia encima, evidentemente no estuvieron con la cordura necesaria para darse cuenta de la fantochada que se estaba haciendo con su legítimo reclamo.
¿Hay espacio en el corazón luego de algo como lo sucedido aquella mañana de febrero de 2012 para diseñar un pedido de justicia? ¿Cuán noble -o canalla- puede ser un artista para tener esa capacidad de inventiva a prueba de todo buen gusto? ¿Cuál es límite del aprovechamiento de una situación como esta? Pocas de estas preguntas, quizás, tengan una respuesta satisfactoria, pero de todas formas, pocas personas se las formulan.
Alejado de implicancias políticas, históricas y coyunturales, lo del cartel fue, en sí mismo, un símbolo de los tiempos que corren, en los cuales probablemente sea más eficaz un pedido adornado como el de la semana pasada, que el legítimo llanto de una madre, un padre, o una simple pancarta escrita a mano con todo el dolor del alma.
Siempre, como en todos los casos, aparecen los rapiñeros inescrupulosos que tratan de sacar su rédito de la mayoría de las situaciones posibles, casi todas dolorosas. Y la semana pasada no fue la excepción; se aprovecharon la carroña que dejó el dolor de cientos de padres y miles de familiares y amigos para, una vez más, banalizar su dolor, su reclamo y, paradójicamente, su imagen.
El dolor, padre de todos los sentimientos en ocasiones como esta donde 51 personas perdieron la vida de manera trágica y por la cual aún no hay ningún responsable tras las rejas, merece el mayor de los respetos y la comprensión de cualquier persona; pero vale la pena destacar algo que sucedió y que, aparentemente, pocos notaron.
Se entiende por iconografía a la descripción de un tema o asunto representado en imágenes artísticas, que generalmente simbolizan a la cosa en cuestión. Todos los familiares y personas involucrados en el pedido desesperado de justicia, llevaban, arriba de sus cabezas, el mismo cartel que bregaba por que la causa pueda dilucidarse y, al menos, la memoria de sus seres queridos pueda ser reivindicada desde algún lugar.
Por lo descripto, nada diferente a los demás reclamos de los familiares después de una tragedia de estas magnitudes; nada, salvo una cosa que llamó poderosamente mi atención.
El cartel del pedido de justica en cuestión, tenía en sí mismo un mensaje que, lejos de reforzar el pedido, le otorgaba la necesaria cuota de show visual, innecesaria y, para mí, repulsiva. Ju5t1cia -la t era representada por una cruz-, pedían las miles de personas que se acercaron hasta el acto, que estuvo prolijamente conducido por un periodista y en el que se recordaron las víctimas y cada una de sus historias.
Esto quiere decir, entre otras cosas, que en medio de todo el dolor, de toda la angustia y el desasosiego, hubo al menos una persona que tuvo la increíble capacidad de abstracción -seguramente desprovista de ese terrible pesar- para diagramar una suerte de "logotipo" de lo que sería, ni más ni menos, que un sentido reclamo reivindicatorio.
Pensó, quizás, que asociar el número de víctimas (51) con las letras S e I y, además, poner caprichosamente una cruz para simbolizar la t -como si todos los muertos fueran católicos o, lo que es peor, practicantes-, podía generar algún impacto mayor en una sociedad que francamente no creo que necesite de esas muestras de arte barato e intencionado para dimensionar la fuerza de un pedido de esta envergadura.
No sin temor a equivocarme, podría afirmar que quien diseñó esta payasada no fue un familiar de alguna víctima, sino que fue alguien que cree comprender la dinámica de la sociedad en la que estamos inmersos, donde ante cada acto, cada situación o cada sentimiento, es necesario montar un espectáculo, un show.
La banalización del dolor -así como de casi todos los sentimientos-, su puesta en una dimensión francamente diferente de la que intrínsecamente tiene, es una de las formas en que se trata de decodificar el mapa de representaciones -visuales en su mayoría- por las cuales se cree que la eficacia de un mensaje será mayor y más certera.
Y esto no es otra cosa que lo que podría llamarse el espectáculo de la muerte, que es tan execrable como el espectáculo de cualquier otro sentimiento. Dentro de este cúmulo de simbolismos ligados a la muerte se pueden hallar, en diferentes culturas y religiones, miles de representaciones que dan cuenta de este hecho; por nombrar la que tenemos más cerca en nuestra cultura, las caravanas de autos al cementerio, las misas, las flores, la ropa negra -cada vez menos usada- y muchas otras manifestaciones, son, ni más ni menos, que la puesta en escena de algo tal vez necesario para asimilar el dolor de una pérdida irreparable.
Todos ellos construcciones culturales, los ritos que acompañan a la muerte -más que a la vida- pertenecen al mundo de actividades naturalizadas que difícilmente se sociabilicen para ser puestas en análisis; sus raíces en ocasiones son la fe y las diferentes creencias, por lo cual poco se puede hacer para modificarlas; sobre todo porque todos, en definitiva, terminamos necesitando de ellas para poder comenzar a elaborar el duelo.
Pero lo del cartel del pedido de justicia no entra en esta dimensión recientemente analizada; representa la más vil de las abstracciones, la menos ligada al pedido sincero de justicia y, además, significa un atroz aprovechamiento de las víctimas que, con toda la angustia encima, evidentemente no estuvieron con la cordura necesaria para darse cuenta de la fantochada que se estaba haciendo con su legítimo reclamo.
¿Hay espacio en el corazón luego de algo como lo sucedido aquella mañana de febrero de 2012 para diseñar un pedido de justicia? ¿Cuán noble -o canalla- puede ser un artista para tener esa capacidad de inventiva a prueba de todo buen gusto? ¿Cuál es límite del aprovechamiento de una situación como esta? Pocas de estas preguntas, quizás, tengan una respuesta satisfactoria, pero de todas formas, pocas personas se las formulan.
Alejado de implicancias políticas, históricas y coyunturales, lo del cartel fue, en sí mismo, un símbolo de los tiempos que corren, en los cuales probablemente sea más eficaz un pedido adornado como el de la semana pasada, que el legítimo llanto de una madre, un padre, o una simple pancarta escrita a mano con todo el dolor del alma.
Siempre, como en todos los casos, aparecen los rapiñeros inescrupulosos que tratan de sacar su rédito de la mayoría de las situaciones posibles, casi todas dolorosas. Y la semana pasada no fue la excepción; se aprovecharon la carroña que dejó el dolor de cientos de padres y miles de familiares y amigos para, una vez más, banalizar su dolor, su reclamo y, paradójicamente, su imagen.
Esos son los pequeños impactos a corto plazo
que se tratan de generar y que, en la mayoría de los casos, quedan en la nada,
como meras anécdotas que no perdurarán en el tiempo, cuando en realidad un
pedido de justicia y el dolor, cuanto menos camuflados estén, más eficaces son
como reivindicaciones igualadoras.