viernes, 4 de abril de 2014

El contagio de las masas

   Lo bueno y lo malo pueden tener, siempre, un punto de contacto; un lugar común que comparten junto a las cuestiones médicas y a otros fenómenos de carácter social: el efecto contagio.
   La psicología de masas es la rama de la psicología dedicada al estudio del comportamiento de los grupos colectivos. ‘’La masa es siempre intelectualmente inferior al hombre aislado”, decía Gustave Le Bon, psicólogo estudioso de la materia. La misma, entonces, se encarga de investigar por qué los individuos se contagian del comportamiento de los demás y se limitan a repetirlo sin cuestionarse nada.
   Las últimas semanas tuvieron, por azar y por acción de la temerosa difusión de las noticias, eventos que dieron cuenta de ese efecto, íntimamente ligado al concepto de sociedad de masas y de la irracionalidad de estos grupos de acción.

LO BUENO

   El miércoles 2 se cumplió el primer aniversario de la lamentable, trágica y devastadora inundación que afectó a miles de familias de La Plata, cuyas pérdidas –materiales y humanas- aún son motivos de discusiones y polémicas.
   Toda la ciudad se vio movilizada por la solidaridad y la ayuda a los que habían sido afectados. Fueron varios los sitios, clubes, entidades de bien público, centros culturales o simplemente casas, los que abrieron sus puertas para brindarse como lugares de recolección y distribución de ropa, juguetes, alimentos y cualquier cosa que pudiera servirle a las familias que fueron atravesadas por la inclemente lluvia.
   Nadie quería quedar al margen de la ayuda; nadie, ni en La Plata ni en varias ciudades vecinas –Brandsen fue una de ellas- hizo la vista gorda por un dolor que se sentía casi en carne propia.
   La Plata era Kosovo; nada de lo que conocía permanecía igual. Autos en las veredas, subidos arria de otros autos, las calles eran ríos correntosos que parecían llevarse todo consigo. En ese contexto, los recuerdos, ya pasados por agua, traían para mí, la más honda de las tristezas.
   A modo de anécdota, sublime y conmovedora, el viernes 5, después de terminar mi trabajo, estaba regresando a La Plata para retomar mis tareas solidarias. Ya llevaba en el auto, el baúl y la parte trasera llena de alimentos, ropa y elementos de limpieza; pero quise hacer una última compra. Es que todo parecía poco.
   Crucé, entonces, a un supermercado y empecé a comprar un poco más de todo. No era mucho, pero ya llevaba el auto cargado. Lavandinas, jabones blancos, arroces, fideos, agua, mucha agua; en fin, todo lo que se pedía por televisión  y que se palpaba que hacía falta.
   Haciendo la cola en el súper, era evidente que lo que llevaba lo llevaba a La Plata; antes de terminar de hacer el recuento de cosas y disponerme a pagar, un hombre, de unos 35 años, al que jamás había visto, me dijo “¿Eso es para La Plata? Tomá 50 pesos”, y  me ayudó a pagar parte de lo que llevaba.
   Acto seguido, le agradecí con la voz resquebrajada, subí al auto y, apenas hice una cuadra, me largué a llorar de la forma más desconsolada que jamás haya registrado.
   Seguramente como ese vecino, miles de personas se agruparon y sacaron las fuerzas y las ganas de ayudar que nunca antes habrían creído posibles para no dejar de ser parte de una gesta que, aunque concebida desde el más profundo desasosiego,  seguramente quedaría en el recuerdo de muchos.
    Nadie podía quedar al margen; nadie quería hacerlo. Unos y otros, vecino y no tanto, se agrupaban en una gran colecta nacional que tenía sedes improvisadas en La Plata, Buenos Aires, Brandsen, Tandil y en muchas otras ciudades del país con la simple vocación de ayudar, contagiados saludablemente en pos de un bien común.

LO MALO

   Pero, claramente, no todo contagio es necesariamente bueno; más bien, suele ser malo y dañino.
   Ayer eran los secuestros, más acá en el tiempo los saqueos en varios puntos del país; todos son indicios de una secuencia que, por repetida, busca motivos para propagarse rápidamente en grupos de personas.
   Desde hace semanas, una temerosa tendencia parece querer reproducirse indefinidamente en varios lugares del país y es la acción desmadrada de hordas de salvajes “vecinos” obstinados en tratar de hacer justicia por mano propia, una de las formas más claras de la injusticia, mediante el linchamiento –que en un caso condujo a la muerte- de los delincuentes.
   La inseguridad está, existe. Nadie puede negarlo y hacerlo sería absurdo. Pero ¿qué es la inseguridad? ¿Acaso inseguridad es solamente sufrir uno o varios robos? ¿Vivir con el temor de ser ejecutado en cualquier esquina? ¿O inseguridad es también no tener futuro, tener la vida atada a la miseria, postrada en un lugar de indefensión permanente donde nada importa, ni la vida propia ni la ajena?
   La primera de las lamentables escenas de linchamiento fue en Rosario, y desde ese momento, se han convertido en parte del escenario cotidiano de todos los días.
   Además, desde que ocurrió el primer episodio, este tipo de repudiables actitudes ocupan el 75 por ciento del tiempo de los canales de noticias por cable y diferentes redes sociales, responsables principales de la reproducción indeterminada de este tipo de actitudes.
   No pretende este artículo hacer un juicio valorativo de la actitud de los vecinos; es que ni los propios vecinos pueden, subsumidos en la locura total, hacer un análisis racional de sus actos.
   Intenta, sin embargo, tratar de desglosar el preponderante e irresponsable papel de algunos medios, abocados sólo a la reproducción indefinida de este tipo de acontecimientos; apercibidos, seguramente, de que la repetición de esas mismas conductas que tímidamente condenan será, en el futuro más cercano, alimento para sus minutos de aire.
   Nadie, claro está, queda exento de actuar de manera irracional ante situaciones límite. Todos, en algún momento de nuestras vidas hemos actuado bajo el peligroso somnífero de la multitud y llevados de las narices por la ira y el sentido común, “el menos común de los sentidos”, según Borges.
   Todos contra uno no es justicia, aunque el que está solo sea lo que fuere. Salud, educación, seguridad y justicia deben ser las funciones básicas que el Estado debe cumplir; ahora bien, si el Estado momentáneamente no cumple con esos cometidos, nadie debería ponerse en ese inconveniente papel para tratar de suplir sus falencias.
   Por eso, los que están por fuera de estas acciones deberían alejarse de la irracionalidad y, si no ignorar, procurar tratar estos temas con la debida mesura; esta es la única forma de evitar el contagio y generar una mejor vida en sociedad.

viernes, 7 de febrero de 2014

Medias, marcas y huellas

   El 3 de enero, a dos días de haber empezado mis vacaciones, me robaron. Perdí el celular, un GPS, una notebook, zapatillas y, lo más entrañable, 3 pares de medias que son la metáfora misma de una tendencia que comenzó en este país hace ya varios años. Me quedaban por delante otros 10 días de descanso.
   Dos días después, el 5 de enero, esos 3 pares de medias que probablemente ahora abriguen los pies de algún ladrón de Allen, una pequeña localidad de la provincia de Neuquén donde fue cometido el atraco que tuvo más de descuido que de violencia, habrían cumplido un año conmigo.
   Las medias las había comprado en Cuzco, Perú, cuando había llegado de Machu Pichu y todos los pares de medias que había llevado se me habían empapado; el clima en el altiplano en enero no suele ser muy benévolo.
   Bajé del hostel y, en medio de una de las calles más transitadas y ruidosas –aunque para nada turística- de todo Cuzco, encontré un local abierto a la calle donde se vendían todo tipo de productos; desde medias hasta juguetes. Y allí compré los tres pares que me costaron apenas 10 pesos y que hasta el día del robo permanecían impecables.
   Desde que me las compré, las usaba casi exclusivamente; haciendo cálculos rápidos, cada par de medias lo usé cerca de 75 veces, con lo cual, a 3,33 pesos el par, cada par de medias me terminó costando menos de 5 centavos –y aún siguen rindiendo-.
   La depreciación de la industria nacional en favor de las grandes empresas multinacionales ha llevado al país –al continente, quizás- a una situación que aparece como irreversible, en la cual, siempre, los menos favorecido por un mercado que excluye y quita oportunidades de vivir dignamente, son los más perjudicados.
   Buscar responsables es ahora algo que no vale demasiado la pena. Los más necesitados, acá, son los que en peores condiciones viven; y no sólo por las medias. Educación deficitaria, mala calidad de alimentos, servicios precarios y muchas otras falencias, se le deben sumar a la calidad de las prendas que a medida que su precio baja su fecha de “vencimiento” es cada vez más cercana.
   De lo que era la vieja industria nacional, donde no sólo la ropa, sino los electrodomésticos, los muebles y tantas otras cosas era casi de por vida, ahora sólo hay que esperar las migajas de un sistema que apenas si está capacitado para aportar materias primas cada vez de más baja calidad; y si, además, no se cuenta con el dinero necesario, peor aún.
   Todas las cosas tienen una fecha de caducidad estratégicamente puesta por el mercado. Para su reproducción y continuidad eterna, todo tiene que tener un tiempo de uso tal que permita un cambio por un producto de igual tipo, y de calidad inevitablemente inferior; así es como se mantiene una industria cada vez más dedicada a la producción en serie y sin una vida útil demasiado prolongada.
   Lavarropas, multiprocesadoras, pañales, licuadoras, medias, remeras, pantalones, camisas, todo entra en esta vorágine de consumo y descarte. Como parte de un sistema que se reproduce acentuando las diferencias y generando cada vez una brecha más grande, las cosas y las personas parecen perecer ante la poderosa presencia del mercado.
   Y ya no importa la calidad, porque nadie se fija en ella. En las llamadas ferias paraguayas seguramente la calidad de los productos sea infinitamente inferior a los de cualquier local de ropa de cualquier marca; pero la tentación por “la marca” hace que estos lugares existan como tales.
   Como corolario de la historia, tuve que comprarme nuevas medias para seguir con mis vacaciones. Y me compré, también, 3 pares, aunque de una conocida marca que, en oferta, me costaron 62 pesos; el calor imperante en enero hizo que no los usara más de 3 veces cada uno, y ya muestran algún signo de debilitamiento en sus punteras.
   Es que ese, quizás, sea el destino del mundo; mientras la expectativa de vida de las personas aumenta –en condiciones ideales-, la de las cosas es cada vez menor. Deliberado y arbitrario, así se plantea el escenario del consumo en los lugares donde la “revolución industrial” se instaló de la peor forma; la más discriminadora y cruel, que sigue generando desigualdad y violencia.