miércoles, 19 de diciembre de 2012

Hay una sola


   Estoy aprendiendo a esperar. Esperar que las cosas sucedan, y si no suceden, al menos sacar algo provechoso de la mera espera.
   Paradójicamente, mi vida, íntimamente ligada al tiempo, está más relacionada a la espera que a las esperanzas. En la raíz de los términos esté, quizás, el significado necesariamente mutuo de ambas nociones; porque sin esperanzas, ¿qué se espera? Esperar no implica movimiento, pero muchas veces moviliza.
   Previo a mi última sesión de terapia, tuve que esperar y elegí reparar en una imagen que comenzó a producirse casi mágicamente frente a mis ojos. Yo, solo, estaba quieto –esperando- en uno de los sillones; en frente mío, una bella madre y su hijito de no más de 7 años, completaban el escenario, que se adornaba con algunos libros, una luz tenue y algunos muebles algo antiguos, dignos de una sala de espera de terapia; algo así como la espera para la esperanza.
   Primero, debo admitir, quedé asombrado por la simple belleza de la madre, que se hacía aún más interesante con dos grandes anteojos que configuraban su rostro, dotado de una amplia y blanca sonrisa, de manera ideal. El niño, evidentemente, era su hijo; sus rastros lo delataban.
   Primero comenzaron leyendo un libro de colores, pero evidentemente, el nene quería algo más complejo. Apenas pasaron segundos cuando ella sugirió: “Una revista de animales. ¿Vamos a leerla?”, y el nene asintió entusiasmado. Y comenzó lo que para mí serían, más que minutos de espera, momentos de paz, de significación y de contemplación.
   Es cierto que hay excepciones, pero en las generales, las madres –siempre hablando en la cultura occidental y en madres de lo que vulgarmente se conoce como “clase media”- tienen el don de educar, de guiar, de mostrar caminos; de comenzar a mostrar a sus hijos las alternativas de lo que es el complejo mundo donde vivirán por, esperan, muchos años.
   Esta no era otra imagen que esa: mientras ella leía, con un tono casi de maestra jardinera, lleno de onomatopeyas, sonrisas cómplices y variaciones pedagógicas de la voz, el nene completaba cada frase, cada dibujo y cada momento con una sonrisa que cerraba perfectamente esa suerte de simbiosis que sólo un vínculo como el de madre-hijo puede hacer posible. Yo, mientras, miraba feliz, con algún dejo de ilusión y remembranza tal vez perdido en el tiempo.
   Los minutos de espera, por suerte, siguieron pasando, como fueron sucediéndose, también, las sonrisas de ambos y los aprendizajes, míos y del niño; también, quizás, de la madre.
   En ese contexto, no era menor el hecho de que ambos estaban, al igual que yo, esperando que su terapeuta los llamara para su turno; eso le ponía a la situación el necesario ingrediente de conflictividad propio de cualquier vínculo de esa índole y casi necesario para mi observación.
   Pensé, por un momento, en generar algo así como un estado de situación; y, entonces, me imaginé a una joven madre recientemente separada –la mujer no tenía más de 35 años-, llevando a su hijo a terapia para poder asimilar la falta del padre que, presente o no, podía condicionar su crecimiento armónico. Así pensado, ella era la heroína total de la película y el cuadro era sencillamente inigualable.
   Eso, ciertamente, le otorgaba a la escena un matiz invalorable y sublime; podía sentirme parte de esa historia; creía poder encontrar en ella alguna similitud, alguna extraña y propia complejidad que hacía aún más maravilloso el lugar, el rol, el papel, de ella, la madre, en todo este engranaje de relaciones.
   No hay nada en nuestra cultura como la relación madre/hijo; nada se equipara y nada llega hasta esas dimensiones impensadas y maravillosas. La espera para una terapia “de pareja”, no era otra cosa que la reafirmación de esa noción, y no podía sino conmoverme tanto que no emití sonido durante los 20 minutos de espera –algo difícil para mí-.
   Una foca –o un lobo marino-, un león –o un tigre-, rojo o azul o violeta, verde, amarillo, naranja… todos eran conceptos que el niño estaba reafirmando de la mano de su madre, que pacientemente –casi como una metáfora del momento- le enseñaba con una devoción y un amor dignos de una escena publicitaria.
   Hasta que mi terapeuta bajó y me llamó; ellos dos, sumergidos en su mágico inframundo de animales y sonrisas, siguieron construyendo un lazo inviolable.
   Probablemente, en unas semanas más, el chico no recuerde ese momento; a la madre, tal vez, le llevará algunos meses más que su mente borre o al menos filtre este episodio quizás repetido y rutinario. Yo, por mi parte, pude sentirme un privilegiado; estando casi sin estar, presencié algo tan simple como maravilloso y reviví, como hacía mucho no lo hacía, la insuperable sensación de sentir el amor de una madre.

martes, 18 de diciembre de 2012

Muerte digna

  Días atrás, la provincia de Buenos Aires adhirió a la aprobación, en mayo pasado, de la Ley 26742 de Muerte Digna. Dos días antes, había tenido un contacto con eso que se hace llamar “muerte digna”, o algo así ¿Puede haber dignidad en la muerte? Por definición, la ortotanasia, o muerte digna, es la actuación correcta ante la muerte.

   Hay en la muerte algo que no hay en la vida: la existencia de voluntad; nadie puede elegir empezar a vivir –sí continuar viviendo-; todos podemos elegir cómo, cuándo y dónde morir; absolutamente todos.
   Hace días, mientras preparaba el desayuno algo percibí en el suelo. Un insecto, insignificante, temblaba; moría de a poco. Detuve mi actividad y me concentré en ver qué hacía. Nunca había visto morir un insecto de muerte “natural”, y quería ver ese momento sublime de la naturaleza. Más allá de alguna suciedad cotidiana, el piso de mi living no guarda ningún resto de insecticida, por lo cual lo que estaba presenciando era el final mismo de una vida que se aparece ante mí ya concebida y suele morir traumática e instantáneamente; por eso quería ser partícipe de ese ritual desconocido.
   Me acerqué; era como una avispa, negra, puntiaguda, con alitas e intentaba moverse con las últimas fuerzas que parecían quedarle en sus últimos instantes de vida. Temblaba, se movía histéricamente en un radio de no más de 5 centímetros y, cada tanto, quedaba quieto, inmóvil, como esperando, instintiva y perspicazmente que el final le llegara.
   Tal vez encontrando un hueco más acogedor, se quedó quieto por unos segundos en una de las uniones entre dos baldosas; pensé que había muerto, pero al llegar, volvió a aletear con rapidez, pero sin la suficiente fuerza para tomar vuelo.
   El escenario era triste, verdaderamente triste. Era, en definitiva, un ser luchando instintivamente por no perecer, sintiéndose débil, impotente y, quizás, heroico por haber sorteado lo que otros de su especie padecen: el cachetazo mortal.
   Hasta allí, la experiencia era interesante, pero tomó, segundos después, una dirección insospechada, quizás hermosa, tal vez increíble.
   Como decía Borges, los animales viven en “la eternidad del instante” y eso los hace menos previsores, más instintivos. Y algo parecido sucedía con este insecto, que, pese a no tener dimensión de tiempo, espacio ni ninguna coordenada parecida, sabía, presentía, intuía, que su tiempo se estaba acabando.
    Preso de su debilidad, cuando ya la arena de su reloj comenzaba a bajar toda y no podía más que esperar sin esperanza un final inevitable, movió sus alas más rápido que antes y emprendió el camino último de su vida.
  Arrastrándose, apenas aleteando aunque ya sin la velocidad de antes, con los espasmos de un organismo ya vencido, se deslizó los pocos centímetros que lo separaban del mueble del televisor para posarse debajo suyo y llegar, a los pocos instantes, al final de sus segundos de vida en soledad, que en ese momento es algo parecido a la oscuridad.
   Y así, natural pero también mágicamente, el pequeño insecto murió dignamente; dejando un mensaje asombroso, aunque simple. El insecto, un ser miserable para muchos –entre los que me incluyo, probablemente-, tuvo su última instinto, el de paz, y eligió su lugar para morir, solo, oscuro, imperceptible.
   La muerte digna, entonces, tuvo lugar en mi casa, a metros de mi ventana, por donde tal vez entró el insecto ciertamente sin saber que ahí pasaría sus últimos segundos, sus últimos aleteos y que ese sería, en definitiva, su lecho final, en la oscuridad y el anonimato.

martes, 11 de diciembre de 2012

El miserable contagio cotidiano

   Ninguna enfermedad está excenta del contagio y nadie debe estar del todo desprotegido si quiere seguir "sano"; sano en términos médicos y en términos sociales, que no es lo mismo pero enfocados desde una óptica puede parecer algo similar.
   Este artítculo está escrito hoy, pero bien pudo haberlo estado hace meses, años o, bien dentro de meses o años. Su lectura carece de una temporalidad definida y me atrevo a decir que va a seguir teniendo vigencia por mucho tiempo más.
   El, a mi entender, excesivo tratamiento de determinados temas en casi todos los medios tiene una incidencia directa, además de en el humor social de la gente, en los actos de una sociedad que, por pertenencia, contagio o simple imitación, reacciona de la peor manera.
   No es casual -no puede serlo- que a cada episodio lamentable lo sucedan una indetermimnada cantidad de episodios similares. Presas de un mundo sin identidad, en donde los límites propios están cada vez más dispersos y difusos, las personas tienden a imitar, siempre, las peores actitudes de los demás.
   Después de cada hecho de envergadura con determinadas características macabras, por lo general, es previsible que durante algún tiempo se prolonguen situaciones similares en diferentes lugares del planeta y, aquí, meros consumidores y expectadores de realidades que nos sobrepasan, hacemos lo imposible por sentirnos parte.
   La globalización lo es todo; la propia identidad, casi nada. El permanente taladreo de determinados temas -en su mayoría del tipo policial tipo robos, crímenes, estafas, saqueos, etc..- suele tener un correlato en nuestra realidad cotidiana, generando así una especie de espiral de violencia que hace aún más compleja de lo que de por sí lo es, la sana convivencia.
   Y no es sólo en los ejecutores de los delitos en quienes se genera este contagio. También se genera un pánico ulterior en el seno mismo de la sociedad, que ve demonios donde no hay; que genera miedos en lugares antes no concebidos y que, en definitiva, termina cayendo en un intricado círculo de aislamiento que nada tiene que ver con el vivir en sociedad.
   La falta de cuidado, de prudencia, a la hora de tratar temás delicados, complejos y conflictivos, tiene un exacto correlato en la desemdida exaltación de la primicia como valor supremo del periodismo. Las imágenes fuertes no tienen análisis previos, no pasan por el necesario filtro editor que las haga más comprensibles, asimilables y, en definitiva, digeribles para un público estratégicamente interesado en los golpes de efecto.
   Ayer fueron matanzas y masacres; hoy, saqueos; mañana, tal vez, sean estafas o nuevas modalidades de delitos que se propagarán en todas partes del mundo y se querrán, erróneamente, analizar y tratar con la lógica de cada país, como si la globalización únicamente fuera un fenómeno exógeno pero a su vez intrincado en el seno de sociedades con más cosas para perder que para ganar.
   Educar es, como siempre, la mejor alternativa. Pero, ¿qué implica educar? ¿Implica, únicamente, educar a las clases más necesitadas en que robar no es mejor que trabajar? ¿O también implica la necesaria adecuación de los que más tienen y viven de las migajas de aquellos que luego condenan y criminalizan para hacerles entender que la realidad, muchas veces, es más compleja que la mera reprocucción de imágenes y palabras?
   Vivimos en un mundo eminentemente violento, mayoritariamente vehemente. Lleno de fanatismos, locuras y devociones de las más alocadas. ¿Es necesario, entonces, echar más kerosene al fuego para que todas estas falencias sociales se propaguen y se haga visibles, generando una sensación de inseguridad constante? Seguramente no, pero no está sino en manos de cada uno de nosotros -los que contamos con el privilegio de saber discernir- la tarea de educar en la sana convivencia, la mejor y más conveniente.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Ahora o nunca


   Por espacio de unas semanas se dieron dos fenómenos –seguramente ha habido más- de mercado que me han llevado a pensar un poco en el acto del consumo como principio y fin de toda búsqueda.
   Por un lado, hace alrededor de un mes, aproximadamente, una tarjeta de crédito lanzó una de las promociones de descuentos que incluía el 50% de rebaja en determinadas librerías. En ese momento pensé en escribir al respecto, pero por diversas cuestiones lo fui postergando. Las librerías, claro, lucieron llenas como nunca.
   Ahora, la semana pasada, las copiosas lluvias caídas en el barrio de Belgrano, uno de los más castigados en los últimos tiempos –o al menos cuyo castigo más se ve en TV- por este tipo de inclemencias, obligó a que, al día siguiente, muchos locales liquidaran a precios a veces irrisorios las prendas que, por el agua, se les habían estropeado. Esos locales, claro, rebalsaron de personas.
   Tanto uno como otro hecho tienen un denominador común; a la gente le importa más comprar que cualquier otra cosa. No importa qué, no hay que reparar ni siquiera en la motivación ulterior que implica la compra, sino que lo que prevalece es el hecho saciar la incontrolable pulsión al consumo, que nos vuelve tan frágiles y volátiles como, a veces, superficiales.
   No está mal comprar de más; hay un sistema que debe mantenerse como tal y para ello, indefectiblemente, el hombre debe ser educado para consumir aún cuando no sea estrictamente necesario. En este proceso de educación entran las publicidades, la televisión, el imaginario colectivo generado por éstas y una adecuación a un sistema que entiende perfectamente estas condiciones y busca mantenerse con felicidades pasajeras.
   El consumo es algo inmanente a la especie. Todo ser vivo consume; necesita consumir. Pero su sobrevaloración, como casi todo, es una construcción social y económica cuyos alcances se han ido perdiendo y modificando con el correr de los tiempos y las “modas”, grandes modificadoras del consumo y las tendencias.
   Económica porque, claro, el consumir implica un movimiento de capital y, en función de ese movimiento, se van tejiendo las diferentes estrategias de consumo de locales, tarjetas de crédito o consumidores.
   Y digo social, porque, a su vez, un determinado consumo puede posicionarnos en determinados lugares sociales generando una suerte de pertenencia ajena aunque buscada; no natural, sino específicamente demarcada por un mercado todopoderoso.
   Si a la gente que se volcó a las librerías como hormigas el día de la promoción le gustara tanto leer, seguramente el país no estaría como está. Pero no; por el contrario, a la gente lo que la motivó a llenar esos locales fue el mero hecho de no perderse la oportunidad de comprar “algo” a “la mitad”; algo así como un “déme dos” un poco más “culto”. Ergo, estaban ahí por su propulsión al consumo más que por su amor por el arte o algo así.
   Esto, perfectamente, podría venir a redefinir el campo de los consumos culturales. ¿La gente lee menos, va menos al teatro o al cine por falta de interés o de ofertas culturales atractivas? Y, en tal caso, para convocarla ¿harían falta mejores propuestas, mejor pensadas, producidas y ejecutadas, o con el mero hecho de bajar los precios alcanzaría para que la gente –alguna, siempre minoritaria- se vuelque a esos lugares?
    En un hecho como el del descuento de la tarjeta de crédito, lo que prevaleció en la gran mayoría era la idea de estar pagando menos algo, en este caso un libro, pero bien podría haber sido una banana, un par de medias o una remera desteñida por el impiadoso paso de la lluvia.

LLUVIA DE OFERTAS

   Justamente, en relación a las mega liquidaciones de los locales del barrio de Belgrano, aquí también se vio el mismo fenómeno pero con otro maquillaje. Con el hecho consumado, las cámaras de TV enfocaban a personas desesperadas dentro de locales que, con carteles gigantes que cubrían montículos irreconocibles de tela, anunciaban el ofertón del momento.
   Hacia esos lugares, entonces, la gente corría desesperada buscando algo que seguramente no necesitan pero que desean por, una vez más, no dejar pasar esa inmejorable oportunidad. En esos casos, no importa demasiado el color, el talle, el calce ni nada; sólo por estar muchísimo más barato, cualquier compra tiene su justificativo necesario.
   Madre de muchos de los males sociales actuales, las oportunidades parecen carcomernos la existencia; son entelequias que están ahí, se presentan en un espacio y tiempo determinados y nosotros, pobres presos de nuestra conducta, no podemos dejarlas pasar. Esto, claro, atenta contra la sana convivencia, contra nuestro sano ordenamiento de prioridades y, en definitiva, alienta la propulsión enfermiza al consumo.
   Lo llamativo de los locales de Belgrano era que la gente que estaba hurgando en las bolsas de ropa no era precisamente gente que tenía necesidades de prendas, a simple vista; eran personas que, cansadas seguramente de una vida rutinaria y agobiante, buscaban en esos pequeños regalos del cielo alguna reivindicación vayan a saber con quién.
    La vida son oportunidades; es una multiplicidad de factores que se alinean para darnos a nosotros esa vaga sensación de que si no es ahora, quizás no sea nunca.
   Es que, en definitiva, la vida misma es ahora o nunca; después puede ser tarde. Y nadie mejor que el mercado para interpretar esa sensación de eterno instante que vive cada comprador a la hora de recibir oportunidades como estas. Porque las verdaderas oportunidades tal vez sean las que se da uno mismo, pero, para evitar llegar a descubrirlas, el mercado impone condiciones y, en última instancia, hace que nuestra existencia sea aún más efímera que lo que de por sí es.

viernes, 7 de diciembre de 2012

¿Divertido o qué?

   ¿Qué divierte realmente a las clases altas? La simplificación del lenguaje, ha dio generando -degererando, mejor dicho- el uso de determiandos términos para dar cuenta de una multiplicidad de situaciones, sentimientos, apelaciones o simplemente para hablar sin más pretenciones.
   Sucede esto tanto con palabras "nuevas" como con conocidas y la tendencia se ha degenerado de manera tal que, de un tiempo a esta parte, muchos adjetivos fueron resignificándose sin perder su significado primoerdial, pero adaptándose a nuevas demandas lingüísticas de cada momento.
   Divertir y toda la familia de palabras derivadas a este noble verbo, es un claro ejemplo. Divertido puede ser desde un espectáculo hasta un partido de fútbol o, irrisoriamente, un pantalón. Sí, un pantalón, para la "gente bien", te puede llegar a quedar "divertido".
   Si un pantalón te queda divertido, ¿cómo se evalúa un show de MiDaChi? El afán de divertirse o divertir, en este caso queda evidente, pero también queda igualmente evidente la falta de originalidad a la hora de clasificar. Por definición, divertir es "hacer pasar el tiempo de modo agradable", nada más y nada menos. ¿Qué tiene que ver el calce de un pantalón con esto?
   Las palabras, claro, también son indicativos de status, de pertenencia y de categoría. No es casual, entonces, que el adjetivo "divertido" se haya propagado como tinta en el agua entre las clases altas, que la usan para categorizas absolutamente todo.
   De todas formas, lo que indica también el uso desmedido del término es la imperiosa necesidad de "divertirse" que tienen los que más tienen. De esa suerte de insatisfación inmanente que encuentra en la vida diaria, plagada de cosas y vacía de significados.
   Esto es algo que se ve claro en los más chicos. Mientras a los que más tienen pareciera que nada los conforma, una simple media dada vuelta, simulando un títere, puede ser la gloria para lo más necesitados. Y tal vez esa sea la explicación primera de lo que después se lleva al lenguaje.
   Hartos de la Play, de la PC, del chat, de los juegos "inteligentes", lo que el adjetivo "divertido" viene a decodificar es una suprema necesidad de diversión sin tantas pretensiones ni preparativos; esa que supuestamente te da un pantalón, una milanesa o un partido de bochas.
   Una vez más, la vuelta a las cosas más simples; a los adjetivos y a las motivaciones. Mientras, el mundo se empecina en seguir desarrollando dispositivos y neologismos que nunca, jamás, podrán reemplazar a una palabra tan seria como "divertido" y a un sentimiento tan legítimo y contemporáneo como la desdicha.

jueves, 6 de diciembre de 2012

Silbando bajito

   ¿Por qué silban los hombres más que las mujeres? De chicos todos hemos querido alguna vez aprender a silbar -la mayoría lo ha logrado- y, apenas lo hemos hecho, comenzamos a hacer un uso desmedido de este sonido a veces irritante que sirve tanto para llamar la atención de una chica -en lo que representa uno de los métodos menos eficaces de conquista junto a la bocina- como para llamar la atención por algo más productivo.
   Creo no ser el único que ha pasado horas de su niñez tratando de sacar de la boca ese chillido que, en cierta edad, es sinónimo de "hombría", de "madurez" y de infancia, por momentos, interrumpida. Se cree más hombre el niño que silba; más vivo, más pillo. Y, apenas empieza a desarrollar esta destreza, todos los días lo hace en cualquier situación.
    Pero hay en el silbido algo más de género que de placentero. Por algo las mujeres no silban, o al menos no lo hacen de manera tan reiterada como los hombres. Se podría convenir que es poco femenino, sí, pero eso no deja de ser una construcción social fácilmente destructible. Si los hombres aceptan, hoy en día, que las mujeres jueguen al fútbol, ¿cómo no podrán concebir que silben como nosotros?
   Las situaciones de silbido pueden ser de las más variadas, pero la gran mayoría tienen alguna connotación musical que, lejos de darle al silbido la categoría de arte, lo hacen a veces más deleznable. No hay nada peor que un silbador con pretensiones de entonar.
   En este sentido, los vestuarios a veces pueden ser lugares de descubrimientos; y no hablo de descubrimientos íntimos, sino de otro tipo de cuestiones.
   Así como hay gente que no puede pasar momentos de su vida en silencio, hay otros que, lejos de llenar esos espacios con palabras de cualquier índole, prefieren que el tormento para el prójimo sea otro, más abstracto.
    Me refiero, aquí, a lo que he dado en llamar el silbador social. El silbador social es aquel que, ante la súbita irrupción de una persona en, en este caso, el vestuario, no puede hacer otra cosa que silbar como para evitar no sé qué situación embarazosa.
   Los silbadores sociales, por definición, suelen ser hombres de una entrada edad que tienden a tener alguna empatía con el sombrío mundo del tango; entonces, apenas ven que uno ingresa al vestuario, comienzan con su infame pitido. Estos también suelen ser de esas personas que, como bien dije anteriormente, se esmeran a silbar "afinando", y acompañan, ya sumidos en un delirio artístico extrañamente comprensible, con algún "tarareo".
    Y probablemente el silbido sea más de  hombre porque el tango es una música eminentemente silbable; mucho más que el folklore y nihablar que el rock. Esto le da un toque masculino que lo hace inabarcable para las mujeres; por ello, quizás, una mujer que silba, más que mujer es una arrabalera.
   ¿Qué hace que una persona quiera afinar silbando? ¿Es aceptable que esto sea así? ¿No hay, en el sentido más profundo del silbido, algo de desaprensión hacia el sonido silbado? ¿Un silbido no debería ser necesariamente desafinado o al menos natural?
   Es engorrosa la vida del silbador. Los hermanos Cuesta han hecho una profesión del arte de silbar, aunque sus sonidos eran los de los pájaros y no los del 2 x 4. Además, ellos debían afinar porque su vida dependía de un tono más o un tono menos, y eso le otorgaba un plus a su tendencia sonora.
   Ahora bien, yendo una vez más a los vestuarios, también pasa con los silbadores algo particular y, al menos para mí, llamativo y digno de remarcar. Del mismo modo que existe el silbador social, cohabita en ese inframundo de los vestuarios el silbador distractivo. Este es el que silba ante alguna situación anómala, como por ejemplo, mientras se peina o afeita desnudo.
   ¿Hay necesidad de hacer cosas desnudo en un vestuario masculino? Hasta por buen gusto, la desnudez debe dejarse de lado una vez que el cuerpo está seco, y aún antes. Pero esta gente, la que permanece desnuda mientras realiza tareas de embellecimiento, es habitual que para contrarrestar la vaga sensación que su imagen genera, se ponga silbar como para discipar la tensión que implica el mero hecho de ver una persona desnuda haciendo algo que perfectamente podría hacer vestido.
   Además de presnetarse como algo de género, silbar es algo tan de hombres que a las mujeres les fastidia. Entre las muchas conquistas que ha tenido a su favor el mundo femenino -laborales, deportivas, de reivindaición, económicas, etc.-, ellas jamás se preocuparon por apoderarse del silbido. Ese es uno de los pocos mundos que aún nos pertenece y probablemente nos pertenezca para siempre. Que no nos orgullezca.

martes, 4 de diciembre de 2012

Dialéctica de la comunicación

   No es un buen tiempo para las comunicaciones. Paradójicamente o no, los múltiples avances de estos últimos 30 años en materia comuncacional no han hecho otra cosa que dinamitar las relaciones humanas y reducirlas a una expresión en ocasiones miserable.
   Si el Siglo XVIII fue el de la revolución industrial, el fin del XX y lo que va del XXI, bien puede ser el de la revolución en materia de comuncaciones. Concentrados en generar una suerte de pluralidad horizontal de voces, las comuniaciones se han empecinado en abrirle el canal a que todos tengan la posibilidad de comunicarse, darse a conocer y mostrar sus opiniones. Y esto, lejos de brindar una herramienta constructiva, puede convertirise, según quién lo use, en un potencial peligro, aunque más no sea en cuanto a las relaciones interpesonales.
   Todo lo humano se virtualiza, tarde o temprano, y todos, indefectiblemente, alguna vez nos comunicaremos con alguien vía internet, leyendo sus palabras sin escucharlas y dándole un sentido muchas veces abirtario y erróneo. Y así se destruyen de a poco los vínculos.
   Así como la revolución industrial trajo al mundo innumerables beneficios, también implicó, antes y ahora, muchas postergaciones que la llevaron a transformarse en una metáfora de sí misma. La innovación tecnológica, claro, no podía sino redundar en hombres más "felices" -los menos- y otro tanto más postargados -la inmensa mayoría-. El mercado del trabajo, entonces, se estandarizó, perdió su faceta más rica, la de la creción y de la inventiva y terminó redefiniéndose en favor de unos pocos y en desmedro de la gran mayoría. Comenzaron a generarse grandes grietas sociales y, a más de 200 años, esos baches se hacen cada vez más pronunciados e insoportables.
   ¿Y ahora? Algo parecido está sucediendo, hoy, con las comunicaciones. El irrestricto uso y acceso a ellas no puede hacer otra cosa que desvirtuar la esencia misma del noble acto de comunicar, que además de hablar e intercambiar, también implica discernir, optimizar y clasificar. Lejos de transformarse sólo en una herramiento universalizadora, la comunicación y sus diferentes vías de realización, parecen cada vez más encaminarse hacia la total pérdida del significado de antaño y, paradójicamente, a la atomización de cada elemento de la cadena comunicacional.
   Celulares, Facebook, Twitter, salones de chats varios y otros medios ha liquidado la validez de la palabra. La sobredimensión de los mensajes termina destruyendo su peso específico y se discipa, de este modo, el interés en el intercambio mismo y, en definitva, en la relación humana.
   Es que, inevitablemente, todos los cambios, cuando no se limitan en un determinado modo, terminan convitiéndose en su perfecta negación. Casi como Hegel, igual que en la vida, toda innovación, por las propias imprudencias, la falta de preparación necesaria o el desinterés por ver más allá, termina negando o resignificando su inicio primero y genera, luego, una síntesis indefectiblemente peor que la posición inicial. De esta forma, siguiendo con el ejemplo de las revoluciones, la industrial no fue más que el principio del fin de ese ya olvidado concepto de que el trabajo dignifica. ¿Qué puede tener de digno ser preso de una máquina? ¿Hay felicidad posible cuando un tercio de la vida de una persona radica en, por ejemplo, empotrar clavos en máquinas que pasan incesantemente por delante de nuestras narices?
   Y algo por el estilo se está observando de un tiempo a esta parte con las comunicaciones. ¿Qué valor puede tener una palabra empeñada si hoy en día cada una de ellas suele ser, sencillamente garabatos expresados en el intangible mundo virtual? ¿Con qué criterio se selecciona, si es que se selecciona, la forma de armar un mensaje? ¿Importa realmente la eficacia de un mensaje si en un segundo se puede reenviar otro similar, aclaratorio del anterior? El exceso de comunicación, entonces, es el mal por excelencia de estos tiempos; porque separa y no une; porque cansa y no gratifica; porque, en definitiva, destruye lo que vino a mejorar.
   Presos de esta desmedida necesidad de hablar sin decir, las nuevas promociones de compañías de teléfonos celulares que dan una cierta cantidad de números a elección del usuario para hablar, indefinidamente, gratis con otro usuario, sigue esa lógica corrosiva e intolerable. Nadie puede tener algo que decirle a alguien siempre, pero ante la tentación de la gratuidad, el filtro se pierde por completo y se extralimitan los alcances de una medida ingobernable que, lejos de fomentar las relaciones entre los propietarios de los teléfonos, no son pocas las ocasiones en las que las destruyen, a veces de manera irreparable.
   Porque comunicar es, también, dar a conocer; o mejor dicho darse a conocer. Es poner el pecho, el compromiso y el valor de un juicio a cada palabra, que, tomada de esta forma, debe pasar por un previo filtro de criterio, buen gusto, ubicuidad, etc.
   No es lo mismo decir una cosa que decir otra; no puede necesariamente ser lo mismo. Pero esos límites se pierden cuando se manosea el acto mismo de comunicar, cuando se vapulean las condiciones de recpetor y emisor y erróneamente se igualan conceptos y se terigerversan roles.
   Las nuevas comunicaciones, entonces, alientan más la expulsión de palabras que su correcto uso. Carece de valor, así, cada una de las intancias previas de elaboración del mensaje y comienza a tener más peso, por contraposición, la persona que lo dice antes de qué es lo que dice. Y esto es letal.
   Los teléfonos celulares han venido, también, a redefinir el campo comunicacional. La constante conexión con el otro es, en definitiva, la garantía de la soledad; nadie puede estar más a gusto que solo cuando constamente vive regulado, vigilado, controlado por una red indescifrable de dispositivos que nos atan y nos limitan.
   Las sociedades "desarrolladas" -según los criterios de las grandes organizaciones mundiales, dirigidas paradojicamente por personas de esas sociedades- son una clara muestra de lo que puede llegar a generar esta masiva búsqueda del contacto sin tacto; del amigo sin cuerpo y a veces sin alma. Se pierde más tiempo en charlar con los contactos que en parar en la calle a hablar con algún amigo o conocido; se genera, entonces, una espiral viciosa de aislamiento que es el caldo de cultivo para un mundo como el que hay, en el que el individualismo y la autodetermianción son moneda corriente.
    Siempre está la idea, claro, de qué estuvo primero o qué determinó cuál cosa. Pero si, una vez más, nos dentenemos a pensar en la sucesión de los fenómenos históricos -cada vez más histéricos-, podría deducirse que somos, que no elegimos ser, lo que un mundo implica, imprime y determina.
    Es eso o quedar al margen; pero ¿al margen de qué? ¿para quién? Al margen de una sociedad cada vez más específica, pero a la vez más trágica; cada vez más inclusiva pero ciertamente más excluyente.
    Es que tanto el trabajo como la comunicación, en este caso, no son más que dimensiones que arbitrariamente toman los vínculos sociales y éstos no puden quedar inmunes de los cambios que se producen en todas las demás variables.
   Un pájaro, la brisa del viento, el agua corriendo por debajo de nuestros pies, el verde, las plantas, todo, en definitiva, comunica; y comunica las cosas más trascendentales de la vida, sin las cuales nada de lo otro sería posible. A veces es mejor el silencio.