jueves, 8 de agosto de 2013

Carolina y Mery, iguales pero diferentes

   Hay veces que hace falta recurrir a metáforas o parábolas extrañas para comparar situaciones similares y, por difusos, esos pensamientos pueden perderse y quedar sólo en la caprichosa mente de quien los elucubra. Pero en otras ocasiones, las situaciones son tan claras y evidentes que basta un poco de voluntad para ver la diferencia.
   ¿Qué hay de distinto entre el asesinato de Isidro, el hijito de Carolina Píparo, y el del bebe que estaba en la panza de Mery Vidal Borda, la comerciante embarazada que fue baleada durante un asalto en Berisso días atrás? A simple vista, nada; o poco. Para la opinión pública y algunos medios, todo; o mucho.
   A Píparo la asaltaron cuando salía de un banco de sacar dinero, a metros de su casa, en el barrio La Loma, de La Plata; el caso, que recorrió medios locales y nacionales, fue conocido por todos. A Mery, madre de dos hijos y embarazada de seis meses, mientras atendía el negocio familiar, a las 19.30 del lunes, la abordaron dos motochorros que irrumpieron en el local, “totalmente alterados”, y tras exigirle a los gritos dinero, le dispararon a la panza sin que hubiera puesto resistencia.
   Luego del episodio, Mery fue trasladada de urgencia a un hospital, donde su beba –que luego se supo que era mujer- murió poco después de nacer por cesárea, ya que habría sido alcanzada por el proyectil. La nena, que apenas vivió horas, no tenía nombre; y a pocos le importó ponerle uno. El pedido de justicia, entonces, se hizo valer mucho menos que aquella vez, donde pareció que todo el país se movilizaba detrás de una familia, de un sueño trunco y de un nombre, algo simbólicamente imprescindible.
   Allá, hace meses, se propusieron leyes, se compararon calvarios, se la puso ,tal vez con justicia, a Carolina en el tapete de todos los medios, radiales, televisivos y gráficos. Su foto, la imagen misma del dolor, de ese dolor que podemos ver y sentir todos, se metía de lleno en la retina de una opinión pública que parece más receptiva en casos cercanos –Axel Blumberg, Angeles Rawson, etc.-. Aquí, apenas horas después de lo sucedido, tan grave como lo otro, pocos –por no decir nadie- conocen la cara de Mery, su situación de vida, su familia, su historia; y no hay nuevas leyes, no hay reivindicaciones y no hay convulsión social en reclamo de justicia.
   Carolina tuvo reuniones con el ministro Casal, el gobernador Scioli tuvo que interceder, la invitaron a programas de televisión y radio; la asesoró legalmente el mediático Fernando Burlando, tuvo entrevistas en periódicos y su tristeza intentó hacerse carne en los demás. ¿Sucederá lo mismo con Mery? Es poco probable.
   Y así sucede con todo; nadie reclama lo que no es propio o le atañe. A nadie le interesa la justicia, siempre y cuando esa justicia no le sea funcional a sus intereses y su forma de vida. Pero el sentimiento no es, a veces, la hipocresía; presos del poder de los medios, vivimos en estado interpretado y llevamos nuestro pensamiento, nuestros sentimientos y nuestro humor social al lugar al cual quieren que lo llevemos.
   Mirar al rededor, tratar de empaparse de otras realidades, de otras vivencias, suele ser, en ocasiones, la herramienta inicial del cambio; porque el cambio empieza por uno, pero uno también es responsable de lo que omite y lo que elije; y de cómo elije y en nombre de quién.
   Porque está bueno que no haya más Carolinas, que no haya más Angeles, pero también que no haya más Merys ni tantas otras personas que padecen de, además de todas las injusticias cotidianas, el olvido sistemático e intencionado de propios y ajenos.

viernes, 2 de agosto de 2013

El factor humano


   Todos los eslabones son necesarios para que una cadena sea tal. Nada, por mínimo que parezca, puede omitirse a la hora de reparar en su importancia, relativa o absoluta, aunque haya recambio y reemplazo; porque en el medio queda el tendal de una serie de falencias y dificultades que, en ocasiones, cuestan vidas; esas mismas vidas que, cuando están, son subestimadas, reducidas en una mínima expresión.
   Tal vez una de las mayores marcas que vino a traer la modernidad, entendida como progreso y superación permanente en cuanto a tecnología y a métodos de producción, es la sistemática depreciación de uno de los empalmes más importantes, necesariamente constitutivos y menos atendidos de la cadena productiva: el hombre.
   La conferencia de prensa que dio días atrás el ministro de transporte Florencio Randazzo en la cual se mostraba el accionar de los choferes de trenes a partir de la instalación de cámaras en sus cabinas es una de las muestras cabales de esta situación, no sólo aparentemente irreversible sino con serias chances de crecimiento con el correr del tiempo.
   Poco tiempo había transcurrido, vale mencionar, desde el terrible accidente del tren en España en el cual quedó comprobada la determinante responsabilidad del conductor. Estadísticamente, cerca del 80 por ciento de los accidentes se ocasionan por responsabilidad o culpa de los hombres que conducen trenes, autos, colectivos, aviones, barcos, etc.
   Las cifras vienen a demostrar que la técnica, la tecnología y los adelantos de la ciencia le ha ido ganando por goleada la batalla al factor humano, ese que nunca debería haberse subestimado para que esos avances puedan redundar en una eficiencia aprovechable por los usuarios.
   Las resultantes de esa tendencia, creciente, imparable e inexorable, son las actitudes que las personas asumen para con sus tareas, sobre todo cuando estas no están entre las llamadas “calificadas”. Así, un chofer de tren juega con su celular mientras conduce o un colectivero manda mensajes de texto mientras transporta en una ruta de una sola mano por carril a decenas de pasajeros, sólo por citar dos ejemplos claros.
   Pero este problema no es sólo de los transportes, claro. Ni el maquinista, ni el colectivero ni ninguno de estos trabajadores son los responsables primeros de esta interminable sucesión de episodios con final trágico. Ellos, así como otros tantos trabajadores, son la clara demostración de que algo anda mal, tan mal que ni ellos se dan cuenta que, en su distracción, corre peligro también su vida.
   Ya nada es como era, claro. Pero quedarse en ese pensamiento neoconservador y pasivo contribuye muy poco a que las cosas cambien para mejor. Mi profesión me ha hecho entrevistar a muchos trabajadores que cumplían varios años de profesión y todos ellos repiten incansablemente que era un orgullo para ellos ser lo que eran, cuando lo que eran no era otra cosa que lo que les tocaba o elegían ser, por más que eso no les garantizara una vida llena de lujos. Sentían orgullo, pasión, vocación y eso se traducía necesariamente en responsabilidad a la hora de afrontar su actividad, lo cual era mucho más importante que la tecnología puesta en las máquinas que les tocaba dirigir.
   Es que cuando las pequeñas estructuras fallan, no hay nada que hacer. No es el caso de los trenes de nuestro país, pero bien podría haber una estructura montada capaz de hacer que los frenos frenen bien, los comandos se activen en tiempo y forma y que los pasajeros viajen como deberían viajar, pero todo este combo se haría insuficiente si la persona que conduce el tren persiste en su irresponsabilidad, mandando mensajes de texto, durmiendo o distrayéndose cuando maneja.
   No es menos cierto, claro, que el chofer tiene un sueldo, en el mejor de los casos, 10 veces menor que el dueño de las máquinas, y eso no puede sino redundar en la tragedia. Y que, si el chofer que hoy gana lo que gana se queja, hay, esperando, una horda de personas que, capacitadas o no, van a terminar ocupando su puesto bajo la única condición –para sus superiores- que no se quejen de lo que ganan y de las condiciones en las que trabajan.
   Nada es mágico o porque sí. Este escenario es el fruto de décadas perdidas; de injusticias, inequidades y malas administraciones. Las universidades privadas suelen ser el nicho de las nuevas carreras, que nacen a la luz de otro fenómeno, que es la pérdida de valor de los oficios, tan necesarios como las profesiones.
   Porque es tan importante un buen maquinista como un ingeniero capaz de diagramar los mejores trenes; un carnicero como un abogado; un barrendero como un contador. Pero en la medida de que todo quede en manos del mercado, éste indudablemente terminará llevando la balanza para el lado de los más “preparados”; preparados, paradójicamente, por él, que todo lo genera y nada atempera.
   ¿Cómo se solucionaría eso? Con educación, instrucción, justicia, equidad, tiempo –mucho tiempo- y paciencia. Es que si quienes enseñan tampoco lo hacen con convicción, si quienes deben protegernos mucho menos y todos, a la luz de los hechos, esperamos soluciones rápidas y efectistas, malo sería esperar algún cambio.
   Quizás algún día llegue la hora en que las máquinas se accionarán solas y el peso de los oficios y las personas deje de ser crucial para su funcionamiento; el sueño de todo tecnófilo. Pero hasta ese momento, entonces, no existe otra alternativa más eficaz y humanista que darle el debido valor al factor humano, a las personas de carne y hueso, imprescindibles y únicas capaces de generar los cambios positivos que necesita la sociedad.

jueves, 13 de junio de 2013

Angeles caídos

   Hace más de 20 años, Mario Pergolini, en su programa de Rock And Pop “¿Podría ser peor?” anunció la supuesta muerte de Phil Collins e, instantáneamente, sometió a los medios a un examen que aún hoy sigue sin aprobarse y cuyas consecuencias se evidencian cada vez que ocurre alguna tragedia. La magnitud de determinadas noticias da cuenta, por sí solo, de la cantidad de la información que se brinda en desmedro de la calidad y la veracidad de los datos.
   La muerte de Angeles Rawson, la joven cruelmente asesinada presuntamente en Colegiales cuyo cuerpo, golpeado, maniatado y sin vida, apareció en una bolsa de residuos en el predio de la CEAMSE de José León Suárez, es otro de los tantos ejemplos de este frenesí noticiario que sucede cada vez que algo conmueve.
   Durante la mañana del martes, las radios daban el anuncio de la búsqueda del paradero de esta joven, desaparecida en cercanías del predio de Educación Física del colegio Virgen del Valle, al cual concurría, en el mencionado barrio. Horas más tarde, la aterradora noticia de la aparición sin vida del cuerpo de Angeles, de 16 años, trascurría por todos los medios del país, con la aseveración de que había sido violada. En principio, nadie cuestionó la idea de la violación y nadie lo puso en términos condicionales con un “habría”, como suelen indicar los manuales de estilo de los más prestigiosos diarios de todo el mundo –haz lo que digo y no lo que hago-.
   La idea de la violación era un hecho y tomaba cada vez más fuerza en un marco de inseguridad y desamparo que, sin distinción de banderías políticas, se instalaba en el imaginario colectivo de la gente del barrio, de la ciudad y de, prácticamente, todo el país, pensando en que la proximidad del flajelo que supone un hecho de aquellas características hacía su presencia mucho más cercana a todos nosotros.
   En el barrio nadie había visto nada; las cámaras no podían dar cuenta de la compleja trama de sucesos y, en sintonía con las primeras hipótesis –que se manejaban con total impunidad, liviandad y como un hecho casi consumado-, los vecinos del barrio en cuestión salían en declaraciones diciendo cosas como que el barrio estaba cada vez más inseguro, que tenían que dejar su auto a unas cuadras para evitar los robos y que, prácticamente, era cuestión de dejar pasar los días para que algo como lo de Angeles sucediera.
   Las horas pasaban y el “Caso Angeles” era casi la única noticia en las pantallas de todos los canales de noticias –hasta la tragedia de Haedo-, dando cuenta, de manera categórica, que cuando cosas verdaderamente graves como esta suceden, las demás minucias diarias, que sólo sirven para justificar la existencia de canales de noticias las 24 horas, son meras construcciones mediáticas intencionadas y que, en última instancia, vienen a ser el caldo de cultivo para que la gente, ante la primera hipótesis, salga atacada por el pánico a decir cosas como las que dijo el padre biológico de Angeles, Franklin Rawson, cuando pronunció que “hay que acordarse de todo esto a la hora de votar”.
   Pretender racionalidad en el dolor del padre de Angeles es, al menos, absurdo; el dolor de la pérdida de un hijo, dicen, es el más terrible que nadie puede sentir. Pero aspirar a que los temas sean tratados por los medios con más seriedad, cautela y mesura resultaría algo que podría aplacar los ánimos ante situaciones de extrema gravedad como esta, donde cualquier especulación o dato sin chequear puede despertar, instantáneamente y en un escenario de sugestión como el que se vive en estos tiempos, derivaciones y comentarios como el necesario endurecimiento de las penas para los violadores, las culpas de los jueces en este sentido y todas las demás reflexiones.
   Es que, según cómo se lo plantee, todo puede ser tomado como inseguridad. Salir a la calle y no saber qué puede ser de nuestra vida da una idea de desamparo horrible, pero también salir de la casa y no saber si ese día se va a terminar comiendo algo lo da; además de la injusticia que supone.
   Cada clase tiene su significación y siempre los que más tienen son los que, en definitiva, van a terminar inclinando la balanza a su favor, generando leyes, legitimando reclamos y haciendo oír su voz.  La tarea de cambiar algunas cosas, tal vez, no sea de ellos; pero tampoco lo es sólo de los políticos, ni sólo de los jueces, ni de nadie en particular, sino de todo la sociedad en su conjunto.
   Por lo pronto, algo que podría aportar algo de luz a tanta oscuridad, sería tener la delicadeza de tratar temas complejos con seriedad, sin altisonancia y con información que sirva para tranquilizar y no para alterar ánimos que están bastante subidos de decibeles.

viernes, 8 de marzo de 2013

Plata santa



   Mezclarse con la gente es lo más maravilloso del mundo. Nutre, gratifica, enseña, educa.
   De un tiempo a esta parte, me he vuelto cada vez más reticente a pronunciar frases hechas; me parecen repulsivas, vacías de contenido y reproducidas automáticamente en situaciones similares, una y otra vez de manera ininterrumpida.
   Aunque a veces caigo en la tentación de decir alguna, o bien me freno antes de expulsarlas o bien, una vez que las empiezo a decir, pido perdón y me retracto. Pero hace poco escuché una que, no sólo por no ser conocida sino por ser de una profundidad inmensa, me quedó en la mente como una pequeña abeja, zumbando y generando pensamientos, algunos quizás en exceso, como me suele suceder.
   Estoy viajando más en colectivo, y eso tiene, además del consiguiente relajo, algún que otro aprendizaje de esos que te da la vida y cuya capitalización depende de la forma en que se tome cada acto. Mezclarse entre la gente, no aislarse, ser un ser social, enriquece, nutre y enseña a vivir mejor la vida.
   La escena, por cotidiana, no parecía despertar demasiadas revelaciones, aunque en el fondo, de lo cotidiano, de lo rutinario, pueden salir las mejores cosas. Yo estaba en el primer asiento, leyendo o algo así; el chofer, un tipo macanudo, paró en una de las esquinas y ahí mismo subieron varias personas, pero la última dijo lo que para mí sería algo revelador.
   Uno tiende a creer que las grandes frases salen de las grandes personalidades, frecuentemente asociadas a la errónea  idea de éxito con la que se convive a menudo. Pero, quizás quienes digan más verdades, sean las  personas que no tienen otro conocimiento que el de la rica experiencia; esa suerte de empirismo duro, pero aleccionador, triste y rico a la vez.
   Pasaron los viajeros sin pena ni gloria, pagando su boleto como cualquier otro día. Pero la última, una señora de uno 60 años, le dio al colectivero un billete malogrado; evidentemente, chofer y pasajera se conocían, por lo que el colectivero le recriminó amistosamente el mal estado del billete. La señora, claro, tomó el comentario de buena manera y sólo atinó a decir, quizás automáticamente, sin pensar en la profundidad de sus palabras, “ninguna plata es santa”.
   Dejé de leer instantáneamente y miré a la señora. Me detuve en su mirada, intenté generar alguna asociación que me facilitara conectar esas palabras mágicas con lo que estaba mirando, y lo más sublime fue que no había en esa dualidad relación alguna.
   “¡Cuánta verdad!”, pensé. Es que no hay verdad más clara que esa, más llena de lucidez y de realidad. Junto a sus palabras, comencé a pensar qué, cómo, dónde, por qué, quién le había dicho esa frase, sencilla y reveladora.
   Esa frase reprsenta la esencia misma de un sistema perverso, que endiosa el dinero, que exalta el exito y que provoca su obtención a cualqueir precio. Todo tiene un precio, todo parece poder comprarse con plata, y eso mismo es lo que la hace miserable, despreciable, non sancta.
   Como ninguna plata es santa -la palabra santa también puede ser cuestionable-, su importancia debiera ser relativa, su valor, cuestionable, y su poder imponderable. Pero nada es así entre los que más tienen, paradójicamente; y por eso es en las personas que no conviven a menudo con su exceso que estas frases cobran un vigor y una validez especial. 
    ¿Cómo puede ser santa la plata si en nombre suyo se mata, se roba, se corrompe? ¿Cuánto mejor sería el mundo sin su poder omnisciente? Todo eso pensé después de escuchar esa frase; seguramente pensé más -no mejor- que la propia señora que la dijo.
   El hombre es un ser social me enseñaron en el colegio. Nutrirse de otras realidades suele ser una buena forma de comenzar a comprender mejor los vaivenes de una vida compleja, rica y dinámica. Y viajar en colectivo puede tener algo de eso; un poco de mezcla, pureza y fantasía.

martes, 26 de febrero de 2013

Un símbolo, una búsqeda y un pedido




Un símbolo, una búsqueda y un pedido

   Más allá de toda derivación, suspicacia, dolor, sentimiento o sensación, la marcha en conmemoración del año de la tragedia de Once tuvo, en sí misma, algo, si no novedoso, al menos llamativo.
   El dolor, padre de todos los sentimientos en ocasiones como esta donde 51 personas perdieron la vida de manera trágica y por la cual aún no hay ningún responsable tras las rejas, merece el mayor de los respetos y la comprensión de cualquier persona; pero vale la pena destacar algo que sucedió y que, aparentemente, pocos notaron.
   Se entiende por iconografía a la descripción de un tema o asunto representado en imágenes artísticas, que generalmente simbolizan a la cosa en cuestión. Todos los familiares y personas involucrados en el pedido desesperado de justicia, llevaban, arriba de sus cabezas, el mismo cartel que bregaba por que la causa pueda dilucidarse y, al menos, la memoria de sus seres queridos pueda ser reivindicada desde algún lugar.
   Por lo descripto, nada diferente a los demás reclamos de los familiares después de una tragedia de estas magnitudes; nada, salvo una cosa que llamó poderosamente mi atención.
   El cartel del pedido de justica en cuestión, tenía en sí mismo un mensaje que, lejos de reforzar el pedido, le otorgaba la necesaria cuota de show visual, innecesaria y, para mí, repulsiva. Ju5t1cia -la t era representada por una cruz-, pedían las miles de personas que se acercaron hasta el acto, que estuvo prolijamente conducido por un periodista y en el que se recordaron las víctimas y cada una de sus historias.
   Esto quiere decir, entre otras cosas, que en medio de todo el dolor, de toda la angustia y el desasosiego, hubo al menos una persona que tuvo la increíble capacidad de abstracción -seguramente desprovista de ese terrible pesar- para diagramar una suerte de "logotipo" de lo que sería, ni más ni menos, que un sentido reclamo reivindicatorio.
   Pensó, quizás, que asociar el número de víctimas (51) con las letras S e I  y, además, poner caprichosamente una cruz para simbolizar la t -como si todos los muertos fueran católicos o, lo que es peor, practicantes-, podía generar algún impacto mayor en una sociedad que francamente no creo que necesite de esas muestras de arte barato e intencionado para dimensionar la fuerza de un pedido de esta envergadura.
   No sin temor a equivocarme, podría afirmar que quien diseñó esta payasada no fue un familiar de alguna víctima, sino que fue alguien que cree comprender la dinámica de la sociedad en la que estamos inmersos, donde ante cada acto, cada situación o cada sentimiento, es necesario montar un espectáculo, un show.
   La banalización del dolor -así como de casi todos los sentimientos-, su puesta en una dimensión francamente diferente de la que intrínsecamente tiene, es una de las formas en que se trata de decodificar el mapa de representaciones -visuales en su mayoría- por las cuales se cree que la eficacia de un mensaje será mayor y más certera.
    Y esto no es otra cosa que lo que podría llamarse el espectáculo de la muerte, que es tan execrable como el espectáculo de cualquier otro sentimiento. Dentro de este cúmulo de simbolismos ligados a la muerte se pueden hallar, en diferentes culturas y religiones, miles de representaciones que dan cuenta de este hecho; por nombrar la que tenemos más cerca en nuestra cultura, las caravanas de autos al cementerio, las misas, las flores, la ropa negra -cada vez menos usada- y muchas otras manifestaciones, son, ni más ni menos, que la puesta en escena de algo tal vez necesario para asimilar el dolor de una pérdida irreparable.
   Todos ellos construcciones culturales, los ritos que acompañan a la muerte -más que a la vida- pertenecen al mundo de actividades naturalizadas que difícilmente se sociabilicen para ser puestas en análisis; sus raíces en ocasiones son la fe y las diferentes creencias, por lo cual poco se puede hacer para modificarlas; sobre todo porque todos, en definitiva, terminamos necesitando de ellas para poder comenzar a elaborar el duelo.
   Pero lo del cartel del pedido de justicia no entra en esta dimensión recientemente analizada; representa la más vil de las abstracciones, la menos ligada al pedido sincero de justicia y, además, significa un atroz aprovechamiento de las víctimas que, con toda la angustia encima, evidentemente no estuvieron con la cordura necesaria para darse cuenta de la fantochada que se estaba haciendo con su legítimo reclamo.
   ¿Hay espacio en el corazón luego de algo como lo sucedido aquella mañana de febrero de 2012 para diseñar un pedido de justicia? ¿Cuán noble  -o canalla- puede ser un artista para tener esa capacidad de inventiva a prueba de todo buen gusto? ¿Cuál es límite del aprovechamiento de una situación como esta? Pocas de estas preguntas, quizás, tengan una respuesta satisfactoria, pero de todas formas, pocas personas se las formulan.
   Alejado de implicancias políticas, históricas y coyunturales, lo del cartel fue, en sí mismo, un símbolo de los tiempos que corren, en los cuales probablemente sea más eficaz un pedido adornado como el de la semana pasada, que el legítimo llanto de una madre, un padre, o una simple pancarta escrita a mano con todo el dolor del alma.
   Siempre, como en todos los casos, aparecen los rapiñeros inescrupulosos que tratan de sacar su rédito de la mayoría de las situaciones posibles, casi todas dolorosas. Y la semana pasada no fue la excepción; se aprovecharon la carroña que dejó el dolor de cientos de padres y miles de familiares y amigos para, una vez más, banalizar su dolor, su reclamo y, paradójicamente, su imagen.
   Esos son los pequeños impactos a corto plazo que se tratan de generar y que, en la mayoría de los casos, quedan en la nada, como meras anécdotas que no perdurarán en el tiempo, cuando en realidad un pedido de justicia y el dolor, cuanto menos camuflados estén, más eficaces son como reivindicaciones igualadoras.