Todos los eslabones son necesarios para que una cadena sea tal. Nada, por mínimo que parezca, puede omitirse a la hora de reparar en su importancia, relativa o absoluta, aunque haya recambio y reemplazo; porque en el medio queda el tendal de una serie de falencias y dificultades que, en ocasiones, cuestan vidas; esas mismas vidas que, cuando están, son subestimadas, reducidas en una mínima expresión.
Tal vez una de
las mayores marcas que vino a traer la modernidad, entendida como progreso y
superación permanente en cuanto a tecnología y a métodos de producción, es la
sistemática depreciación de uno de los empalmes más importantes, necesariamente
constitutivos y menos atendidos de la cadena productiva: el hombre.
La conferencia
de prensa que dio días atrás el ministro de transporte Florencio Randazzo en la
cual se mostraba el accionar de los choferes de trenes a partir de la
instalación de cámaras en sus cabinas es una de las muestras cabales de esta situación,
no sólo aparentemente irreversible sino con serias chances de crecimiento con
el correr del tiempo.
Poco tiempo
había transcurrido, vale mencionar, desde el terrible accidente del tren en
España en el cual quedó comprobada la determinante responsabilidad del
conductor. Estadísticamente, cerca del 80 por ciento de los accidentes se
ocasionan por responsabilidad o culpa de los hombres que conducen trenes, autos,
colectivos, aviones, barcos, etc.
Las cifras
vienen a demostrar que la técnica, la tecnología y los adelantos de la ciencia
le ha ido ganando por goleada la batalla al factor humano, ese que nunca
debería haberse subestimado para que esos avances puedan redundar en una
eficiencia aprovechable por los usuarios.
Las resultantes
de esa tendencia, creciente, imparable e inexorable, son las actitudes que las
personas asumen para con sus tareas, sobre todo cuando estas no están entre las
llamadas “calificadas”. Así, un chofer de tren juega con su celular mientras
conduce o un colectivero manda mensajes de texto mientras transporta en una
ruta de una sola mano por carril a decenas de pasajeros, sólo por citar dos
ejemplos claros.
Pero este
problema no es sólo de los transportes, claro. Ni el maquinista, ni el
colectivero ni ninguno de estos trabajadores son los responsables primeros de
esta interminable sucesión de episodios con final trágico. Ellos, así como otros
tantos trabajadores, son la clara demostración de que algo anda mal, tan mal
que ni ellos se dan cuenta que, en su distracción, corre peligro también su vida.
Ya nada es como
era, claro. Pero quedarse en ese pensamiento neoconservador y pasivo contribuye
muy poco a que las cosas cambien para mejor. Mi profesión me ha hecho
entrevistar a muchos trabajadores que cumplían varios años de profesión y todos
ellos repiten incansablemente que era un orgullo para ellos ser lo que eran,
cuando lo que eran no era otra cosa que lo que les tocaba o elegían ser, por
más que eso no les garantizara una vida llena de lujos. Sentían orgullo,
pasión, vocación y eso se traducía necesariamente en responsabilidad a la hora
de afrontar su actividad, lo cual era mucho más importante que la tecnología
puesta en las máquinas que les tocaba dirigir.
Es que cuando
las pequeñas estructuras fallan, no hay nada que hacer. No es el caso de los
trenes de nuestro país, pero bien podría haber una estructura montada capaz de
hacer que los frenos frenen bien, los comandos se activen en tiempo y forma y
que los pasajeros viajen como deberían viajar, pero todo este combo se haría
insuficiente si la persona que conduce el tren persiste en su
irresponsabilidad, mandando mensajes de texto, durmiendo o distrayéndose cuando
maneja.
No es menos cierto, claro, que el chofer
tiene un sueldo, en el mejor de los casos, 10 veces menor que el dueño de las
máquinas, y eso no puede sino redundar en la tragedia. Y que, si el chofer que hoy
gana lo que gana se queja, hay, esperando, una horda de personas que,
capacitadas o no, van a terminar ocupando su puesto bajo la única condición –para
sus superiores- que no se quejen de lo que ganan y de las condiciones en las
que trabajan.
Nada es mágico o
porque sí. Este escenario es el fruto de décadas perdidas; de injusticias,
inequidades y malas administraciones. Las universidades privadas suelen ser el
nicho de las nuevas carreras, que nacen a la luz de otro fenómeno, que es la pérdida
de valor de los oficios, tan necesarios como las profesiones.
Porque es tan
importante un buen maquinista como un ingeniero capaz de diagramar los mejores
trenes; un carnicero como un abogado; un barrendero como un contador. Pero en
la medida de que todo quede en manos del mercado, éste indudablemente terminará
llevando la balanza para el lado de los más “preparados”; preparados,
paradójicamente, por él, que todo lo genera y nada atempera.
¿Cómo se
solucionaría eso? Con educación, instrucción, justicia, equidad, tiempo –mucho tiempo-
y paciencia. Es que si quienes enseñan tampoco lo hacen con convicción, si
quienes deben protegernos mucho menos y todos, a la luz de los hechos,
esperamos soluciones rápidas y efectistas, malo sería esperar algún cambio.
Quizás algún día
llegue la hora en que las máquinas se accionarán solas y el peso de los oficios
y las personas deje de ser crucial para su funcionamiento; el sueño de todo
tecnófilo. Pero hasta ese momento, entonces, no existe otra alternativa más
eficaz y humanista que darle el debido valor al factor humano, a las personas
de carne y hueso, imprescindibles y únicas capaces de generar los cambios
positivos que necesita la sociedad.
El día que se tenga en cuenta el recurso humano o factor,como vos decís,todo va a ser diferente.
ResponderEliminarSolo se trata de incentivar,valorar y hacer sentir importante e imprescindible a esa persona. Ese es el punto de partida para el gran cambio.