viernes, 2 de agosto de 2013

El factor humano


   Todos los eslabones son necesarios para que una cadena sea tal. Nada, por mínimo que parezca, puede omitirse a la hora de reparar en su importancia, relativa o absoluta, aunque haya recambio y reemplazo; porque en el medio queda el tendal de una serie de falencias y dificultades que, en ocasiones, cuestan vidas; esas mismas vidas que, cuando están, son subestimadas, reducidas en una mínima expresión.
   Tal vez una de las mayores marcas que vino a traer la modernidad, entendida como progreso y superación permanente en cuanto a tecnología y a métodos de producción, es la sistemática depreciación de uno de los empalmes más importantes, necesariamente constitutivos y menos atendidos de la cadena productiva: el hombre.
   La conferencia de prensa que dio días atrás el ministro de transporte Florencio Randazzo en la cual se mostraba el accionar de los choferes de trenes a partir de la instalación de cámaras en sus cabinas es una de las muestras cabales de esta situación, no sólo aparentemente irreversible sino con serias chances de crecimiento con el correr del tiempo.
   Poco tiempo había transcurrido, vale mencionar, desde el terrible accidente del tren en España en el cual quedó comprobada la determinante responsabilidad del conductor. Estadísticamente, cerca del 80 por ciento de los accidentes se ocasionan por responsabilidad o culpa de los hombres que conducen trenes, autos, colectivos, aviones, barcos, etc.
   Las cifras vienen a demostrar que la técnica, la tecnología y los adelantos de la ciencia le ha ido ganando por goleada la batalla al factor humano, ese que nunca debería haberse subestimado para que esos avances puedan redundar en una eficiencia aprovechable por los usuarios.
   Las resultantes de esa tendencia, creciente, imparable e inexorable, son las actitudes que las personas asumen para con sus tareas, sobre todo cuando estas no están entre las llamadas “calificadas”. Así, un chofer de tren juega con su celular mientras conduce o un colectivero manda mensajes de texto mientras transporta en una ruta de una sola mano por carril a decenas de pasajeros, sólo por citar dos ejemplos claros.
   Pero este problema no es sólo de los transportes, claro. Ni el maquinista, ni el colectivero ni ninguno de estos trabajadores son los responsables primeros de esta interminable sucesión de episodios con final trágico. Ellos, así como otros tantos trabajadores, son la clara demostración de que algo anda mal, tan mal que ni ellos se dan cuenta que, en su distracción, corre peligro también su vida.
   Ya nada es como era, claro. Pero quedarse en ese pensamiento neoconservador y pasivo contribuye muy poco a que las cosas cambien para mejor. Mi profesión me ha hecho entrevistar a muchos trabajadores que cumplían varios años de profesión y todos ellos repiten incansablemente que era un orgullo para ellos ser lo que eran, cuando lo que eran no era otra cosa que lo que les tocaba o elegían ser, por más que eso no les garantizara una vida llena de lujos. Sentían orgullo, pasión, vocación y eso se traducía necesariamente en responsabilidad a la hora de afrontar su actividad, lo cual era mucho más importante que la tecnología puesta en las máquinas que les tocaba dirigir.
   Es que cuando las pequeñas estructuras fallan, no hay nada que hacer. No es el caso de los trenes de nuestro país, pero bien podría haber una estructura montada capaz de hacer que los frenos frenen bien, los comandos se activen en tiempo y forma y que los pasajeros viajen como deberían viajar, pero todo este combo se haría insuficiente si la persona que conduce el tren persiste en su irresponsabilidad, mandando mensajes de texto, durmiendo o distrayéndose cuando maneja.
   No es menos cierto, claro, que el chofer tiene un sueldo, en el mejor de los casos, 10 veces menor que el dueño de las máquinas, y eso no puede sino redundar en la tragedia. Y que, si el chofer que hoy gana lo que gana se queja, hay, esperando, una horda de personas que, capacitadas o no, van a terminar ocupando su puesto bajo la única condición –para sus superiores- que no se quejen de lo que ganan y de las condiciones en las que trabajan.
   Nada es mágico o porque sí. Este escenario es el fruto de décadas perdidas; de injusticias, inequidades y malas administraciones. Las universidades privadas suelen ser el nicho de las nuevas carreras, que nacen a la luz de otro fenómeno, que es la pérdida de valor de los oficios, tan necesarios como las profesiones.
   Porque es tan importante un buen maquinista como un ingeniero capaz de diagramar los mejores trenes; un carnicero como un abogado; un barrendero como un contador. Pero en la medida de que todo quede en manos del mercado, éste indudablemente terminará llevando la balanza para el lado de los más “preparados”; preparados, paradójicamente, por él, que todo lo genera y nada atempera.
   ¿Cómo se solucionaría eso? Con educación, instrucción, justicia, equidad, tiempo –mucho tiempo- y paciencia. Es que si quienes enseñan tampoco lo hacen con convicción, si quienes deben protegernos mucho menos y todos, a la luz de los hechos, esperamos soluciones rápidas y efectistas, malo sería esperar algún cambio.
   Quizás algún día llegue la hora en que las máquinas se accionarán solas y el peso de los oficios y las personas deje de ser crucial para su funcionamiento; el sueño de todo tecnófilo. Pero hasta ese momento, entonces, no existe otra alternativa más eficaz y humanista que darle el debido valor al factor humano, a las personas de carne y hueso, imprescindibles y únicas capaces de generar los cambios positivos que necesita la sociedad.

1 comentario:

  1. El día que se tenga en cuenta el recurso humano o factor,como vos decís,todo va a ser diferente.
    Solo se trata de incentivar,valorar y hacer sentir importante e imprescindible a esa persona. Ese es el punto de partida para el gran cambio.

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