Como todo, los regalos tuvieron su momento de iniciación en la historia. Alguien, algún día, tuvo la brillante idea de “regalar” algo y, a partir de ahí, la cadena se hizo interminable.
El espíritu del regalo es algo que en sus seis letras involucra lo mágico de un momento y lo materializa en una cosa determinada. No hay razón por la cual hacer regalos, pero determinados eventos se pasan mucho mejor con ellos que ante su ausencia.
Un regalo, por lógica, es algo que tiene que complacer, fundamentalmente, a quien lo recibe –lo cual repercute de manera directa en quien realizó la compra -, razón por la cual puede ser elogioso que quien sea el destinatario tenga el buen tino de pedirlo lisa y llanamente o siquiera de sugerirlo entre una serie de opciones. La eficacia del regalo, entonces, también es de suma importancia, tanto para el usuario como para el regalador.
Existe, en este sentido, una tácita unión no siempre conveniente entre dos conceptos relacionados pero no necesariamente emparentados: regalo y sorpresa. Un regalo, en la gran mayoría de los casos, termina siendo una suerte de sorpresa, aunque más no sea por el objeto a regalar, pero muchas veces este vínculo termina por quitarle, lo que es en muchas ocasiones contraproducente, magia al noble acto de regalar.
Hay una parte de los regalos, entonces, que los hacen odiosos; algo oculto, misterioso pero a su vez terrible, que es cuando deben ser sorpresas. A título personal, siempre que el imperativo es “que sea sorpresa”, la presión actúa en mí de la peor manera. Me nubla y no me permite sentir placer a la hora de comprar algo porque nunca sé si va a ser, de hecho, una sorpresa.
Si dudo para comprarme cosas para mí, ¿cómo puedo estar ante la imposición de que, además de regalar algo, eso tenga que ser sorpresivo para el agasajado? No tengo capacidad de empatía y no me siento cómodo poniéndome “en los zapatos del otro” –otra de las frases hechas que erradicaría-, y es por ello que elegir un regalo con la carga de que sea sorpresa presume una angustia insoportable.
Por el contrario, suelo tender a dar sorpresas con regalos en días cualesquiera y en eso, para mí, radica la real dimensión de la sorpresa. Lo inesperado, muchas veces, obra a favor de la cosa regalada y le otorga un plus que lo hace valer por sí mismo. Pero cuando la idea es que el regalo de, por ejemplo, un cumpleaños, sea una sorpresa, toda la presión de la sensación de sorpresa que pueda sentir el receptor, está puesta únicamente en la cosa a regalar, y la obligan a tener un valor agregado infinito.
En esta dirección, a modo de apartado, cabe mencionar que las ocasiones propicias para regalar suelen ser cumpleaños, navidad, bautismos, casamientos, y los “días de”. En este último apartado quiero hacer una mención; existe el día del/la: padre, madre, abuelo/a, niño, ahijado, sobrino, y de miles de profesiones. Ahora bien, ¿nadie se preguntó jamás por qué no hay día del hijo? El del niño es un día que pudo haber sido concebido como día del hijo, pero por su pronta fecha de vencimiento se impone con fuerza la implantación del día del hijo. Todos hemos sido hijos alguna vez, y la sola condición de nuestra existencia –la de todos-, es la que le da crédito a todos los demás participantes de los otros días; sin hijos no hay padre, madre, abuelo, ahijado, etc. Por ende, estimo que sería un acto de justicia.
Volviendo al tema de la sorpresa, cabe mencionar que éste es un concepto, en estos días de un mundo cada vez más predecible y rutinario, sobrevalorado. Tan es así que su sentido más profundo, en muchas ocasiones, pierde fuerza y se llama sorpresa a cualquier cosa, aún cuando no represente un hecho sorpresivo.
De esta manera, cuando las sorpresas son antecedidas de una voluntad receptora –en el caso de los “regalos sorpresivos”-, se pierde el sentido más primordial de la palabra sorpresa. La sorpresa es algo inesperado, por lo cual “esperar una sorpresa” es un concepto ambiguo, carente de sentido y tedioso para quien debe, moderadamente, sorprender. Por eso soy más amigo de sorprender con un regalo cualquiera en una fecha cualquiera que hacer un esfuerzo sobrehumano por sorprender a alguien con un regalo para, por ejemplo, su cumpleaños, que es cuando más espera un regalo.
Cerrando el descargo, vale decir que amo recibir regalos, que, al no ser una persona con demasiados vericuetos, no me importa que me sorprendan –de hecho, cuanto menos sorpresivos, mejor- y que adoro, también, elogiar a las personas que quiero con regalos. Pero me matan las sorpresas.