martes, 23 de agosto de 2011

Sorprender o regalar

Como todo, los regalos tuvieron su momento de iniciación en la historia. Alguien, algún día, tuvo la brillante idea de “regalar” algo y, a partir de ahí, la cadena se hizo interminable.

El espíritu del regalo es algo que en sus seis letras involucra lo mágico de un momento y lo materializa en una cosa determinada. No hay razón por la cual hacer regalos, pero determinados eventos se pasan mucho mejor con ellos que ante su ausencia.

Un regalo, por lógica, es algo que tiene que complacer, fundamentalmente, a quien lo recibe –lo cual repercute de manera directa en quien realizó la compra -, razón por la cual puede ser elogioso que quien sea el destinatario tenga el buen tino de pedirlo lisa y llanamente o siquiera de sugerirlo entre una serie de opciones. La eficacia del regalo, entonces, también es de suma importancia, tanto para el usuario como para el regalador.

Existe, en este sentido, una tácita unión no siempre conveniente entre dos conceptos relacionados pero no necesariamente emparentados: regalo y sorpresa. Un regalo, en la gran mayoría de los casos, termina siendo una suerte de sorpresa, aunque más no sea por el objeto a regalar, pero muchas veces este vínculo termina por quitarle, lo que es en muchas ocasiones contraproducente, magia al noble acto de regalar.

Hay una parte de los regalos, entonces, que los hacen odiosos; algo oculto, misterioso pero a su vez terrible, que es cuando deben ser sorpresas. A título personal, siempre que el imperativo es “que sea sorpresa”, la presión actúa en mí de la peor manera. Me nubla y no me permite sentir placer a la hora de comprar algo porque nunca sé si va a ser, de hecho, una sorpresa.

Si dudo para comprarme cosas para mí, ¿cómo puedo estar ante la imposición de que, además de regalar algo, eso tenga que ser sorpresivo para el agasajado? No tengo capacidad de empatía y no me siento cómodo poniéndome “en los zapatos del otro” –otra de las frases hechas que erradicaría-, y es por ello que elegir un regalo con la carga de que sea sorpresa presume una angustia insoportable.

Por el contrario, suelo tender a dar sorpresas con regalos en días cualesquiera y en eso, para mí, radica la real dimensión de la sorpresa. Lo inesperado, muchas veces, obra a favor de la cosa regalada y le otorga un plus que lo hace valer por sí mismo. Pero cuando la idea es que el regalo de, por ejemplo, un cumpleaños, sea una sorpresa, toda la presión de la sensación de sorpresa que pueda sentir el receptor, está puesta únicamente en la cosa a regalar, y la obligan a tener un valor agregado infinito.

En esta dirección, a modo de apartado, cabe mencionar que las ocasiones propicias para regalar suelen ser cumpleaños, navidad, bautismos, casamientos, y los “días de”. En este último apartado quiero hacer una mención; existe el día del/la: padre, madre, abuelo/a, niño, ahijado, sobrino, y de miles de profesiones. Ahora bien, ¿nadie se preguntó jamás por qué no hay día del hijo? El del niño es un día que pudo haber sido concebido como día del hijo, pero por su pronta fecha de vencimiento se impone con fuerza la implantación del día del hijo. Todos hemos sido hijos alguna vez, y la sola condición de nuestra existencia –la de todos-, es la que le da crédito a todos los demás participantes de los otros días; sin hijos no hay padre, madre, abuelo, ahijado, etc. Por ende, estimo que sería un acto de justicia.

Volviendo al tema de la sorpresa, cabe mencionar que éste es un concepto, en estos días de un mundo cada vez más predecible y rutinario, sobrevalorado. Tan es así que su sentido más profundo, en muchas ocasiones, pierde fuerza y se llama sorpresa a cualquier cosa, aún cuando no represente un hecho sorpresivo.

De esta manera, cuando las sorpresas son antecedidas de una voluntad receptora –en el caso de los “regalos sorpresivos”-, se pierde el sentido más primordial de la palabra sorpresa. La sorpresa es algo inesperado, por lo cual “esperar una sorpresa” es un concepto ambiguo, carente de sentido y tedioso para quien debe, moderadamente, sorprender. Por eso soy más amigo de sorprender con un regalo cualquiera en una fecha cualquiera que hacer un esfuerzo sobrehumano por sorprender a alguien con un regalo para, por ejemplo, su cumpleaños, que es cuando más espera un regalo.

Cerrando el descargo, vale decir que amo recibir regalos, que, al no ser una persona con demasiados vericuetos, no me importa que me sorprendan –de hecho, cuanto menos sorpresivos, mejor- y que adoro, también, elogiar a las personas que quiero con regalos. Pero me matan las sorpresas.

lunes, 15 de agosto de 2011

Dar en el blanco

Después de más de dos horas, pude finalmente votar. Pude, en definitiva, elegir por séptima vez qué modelo de país quiero, expresar cómo pienso, ser libre en las cuatro paredes del cuarto oscuro y sentirme partícipe de un proceso nacional, aunque más no fuera desde el lado de los perdedores.
Caras y colas largas, interminables suspiros, reproches a veces absurdos y, una vez más, la valoración de lo pequeño por sobre lo trascendente; de lo que se puede cambiar por lo que debe seguir así.
La democracia exige, además de todos los supuestos sabidos, paciencia, adaptación y coherencia; lo mismo sucede con los procesos electorales. Paciencia para saber sobrellevar las pequeñas –en comparación- cuestiones perfectibles que tiene, adaptación a fin de entender cada contexto, cada beneficio y cada perjuicio que implica y coherencia antes de opinar ligeramente ante algunos errores ciertamente menores que puede presentar.
En lugar de primar la importancia de elegir, el vital valor de sentirnos parte de una sociedad que, de a poco, quiere madurar, que necesita ser mejor y que demanda cambios profundos, la mirada sencilla, el análisis a corto plazo y el olvido, la desmemoria y la falta de racionalización que implica la rutina, aparecen mellando prácticas tan vitales como la del domingo 14.
Todo sistema es plausible de ser modificado, de ser mejorado y perfeccionado para que haya cada vez menos quejas y menos objeciones. Todo, sin dejar nada de lado, puede sufrir alteraciones que lo enriquezcan y lo hagan mejor para la gente. Pero es esa gente la no debe detenerse en los pequeños vicios que pueden hacerlo tedioso, insufrible y cansador, y reparar, por sobre todas las cosas, en los bondades insuperables de un régimen que sólo será más acabado en la medida que todos participemos activa y comprometidamente para que así sea.
Las redes sociales, más allá de algunas prácticas indeseables que puedan tener, son, en ocasiones, fieles reflejos de estados de ánimo de la gente, sobre todo de la más joven; la más escéptica, quizás, en este tipo de escenarios. En la jornada del domingo, en ellas abundaban las quejas con frases que subestimaban al proceso electoral poniéndolo en el lugar de una práctica inútil, aún antes de los primeros resultados; esto quiere decir que, más allá de cómo salga todo, el solo hecho de votar perdía valor en sí mismo y se convertía en una carga.
No eran los candidatos, ni la cantidad interminable de papeles sobre los cuales dirimir, ni los proyectos en danza el motivo de las quejas; en cambio, el rechazo estaba dirigido, en mucha gente, al tiempo que se estaban “perdiendo” en ese acto. ¿Podría ser más organizado? Es probable ¿Debería ser una auténtica fiesta cívica y no lo es? Tal vez; pero eso no puede por sí solo ser un motivo de queja permanente.
Nada puede hacer pensar con seriedad que en un país como el nuestro, con nuestras enormes falencias organizativas en varios aspectos, se pueda organizar amablemente una elección, que es nada más y nada menos que el único proceso preparado para que, en menos de diez horas, participen todos los habitantes de más de 18 años del país, algo más de 20 millones de personas. En este contexto es donde las quejas se hacen sordas y las palabras vacías de contenido. Como en varios otros aspectos, no hay soluciones mágicas; sólo trabajo a largo plazo, coherencia y paciencia.
Votar es, quizás, la única –o la más noble- acción cívica que nos iguala y en países donde éste es un valor que se reclama permanentemente, debería ser tenido en cuenta. Todos, sin exceptuar a nadie, somos, en definitiva, un número en el recuento final, y eso se palpa en cada uno de los lugares para votar. Nadie necesita más que un par de condiciones indispensables y al alcance de todos para poder sufragar y en eso radica la magia igualatoria de este proceso, vital y a esta altura incuestionable.
Las elecciones primarias del domingo fueron un avance en muchos aspectos. Sabernos parte de una sociedad inacabada, partícipes de una democracia que aún debe cernirse sobre bases sólidas y valederas, es la primera premisa desde la cual merece ser analizada esta preelección, mucho más allá de los resultados.
Lo del domingo no puede sino redundar en un electorado más informado, más preparado y necesariamente más comprometido para la crucial refrenda de octubre. Y todos esos son valores que se necesitan en nuestra tierra, tan rica y devastada a la vez.
Particularmente, en el proceso eleccionario del domingo se dio un fenómeno que se venía marcando hace ya algunos años y que lograron capitalizar los que mejor supieron comprenderlo. La afluencia de gente joven a la política no hace otra cosa que renovar viejos estamentos hasta ahora estancados y pertenecientes a una generación que necesariamente debe cederle el paso a la nueva, cargada, tal vez, de nuevos aires y nuevos proyectos, pero ciertamente sin el hastío de la precedente. El desafío que se impone, entonces, es el de llegar con un discurso claro y convincente a un electorado joven que podrá, de acuerdo a la eficacia del mensaje, captar voluntades y transformarlas, con el correr de los años, en proyectos. A la luz de los resultados, esa parece la única alternativa para lograr el éxito.
De todas formas, tratar de desglosar las motivaciones de un electorado tan vasto como heterogéneo puede llevar mucho tiempo y, aún así, se puede hacerlo con un porcentaje de error mayúsculo. Pero lo importante, lo que debería primar a la hora de evaluar los pro y los contra, es que, cuando lleguemos a octubre, millones de chicos que votaban por primera vez el domingo, ya tendrán, aunque sea, una mínima experiencia previa para, en caso de que así lo deseen, ocuparse más de lleno en las propuestas y menos en los rutinarios mecanismos.
Con mis 31 años, soy de una generación que, si bien no nació en democracia, creció en un país en el que todos querían que esa fuera la forma imperante de hacer política. En un país que, en mayor o menor medida, reivindicaba las bondades de un sistema perfectible, pero hasta ahora no superado. Cada elección, entonces, debería ser tomada como la posibilidad que tiene cada uno de nosotros de cambiar el estado de las cosas y no ser despreciada por disgustos menores como el tiempo de demora o la falta de organización. Después de todo, no es nada perder dos horas de un domingo, a cambio de seguir sintiéndonos moderadamente libres.

jueves, 11 de agosto de 2011

¡Alto ahí!

No sé cómo se configura el poder a partir de la altura. Hay algún poder mágico en el tamaño que va diagramando casi instantáneamente las relaciones humanas. Las dimensiones de las cosas tienen la propiedad de configurar muchas veces complejos entramados.
Mi escaso metro 68 –algunos dicen 69, pero en honor al artículo mantendré el 68- me ha llevado a medir –valga la redundancia- todas las cosas desde valores cuantificables; desde medidas más que desde usos o empleos.
Tuve, alguna vez, la vana esperanza de medir más, y algunos datos me podían llegar a amigar con ese anhelo; pero la historia fue justa y estricta y fijó para mí este cuerpo, aunque, por ejemplo, mi pie sea el de alguien de, por lo menos, un metro 75.
Hábil para varios deportes –salvo para el básquet, claro-, este fue el único punto en el que se podría decir que mi estatura pudo haberme beneficiado –es más fácil manejar un cuerpo pequeño que uno de grandes dimensiones-, pero, si bien amo los deportes, tengo la tendencia de reparar en las cosas en contra que en las a favor. Y el ejercicio del poder es una de ellas.
Ha habido históricamente líderes de todos los tamaños y todas las dimensiones. Lo sé, lo viví y lo analicé muchas veces antes de lanzarme a escribir este artículo. Pero el poder es un valor tan intricado que analizarlo sólo desde su posesión parecería, a priori, algo demasiado parcializado. No es lo mismo el respeto que se le tiene a un líder alto que a uno petizo; mientras que al alto se lo escucha, se lo venera, se lo mira muchas veces desde la admiración, con el líder pequeño tiende a pasar algo más parecido a la empatía y al afecto, lo cual no le quita poder, pero le resta importancia.
El ejercicio del poder, decía, es algo que siempre me llamó poderosamente la atención. Lejos de tener pretensiones demasiado elevadas, pretendo, en cambio, desglosar algunas de las facetas más elementales de esta dinámica e interesante práctica.
No sé vincularme con el poder; desconozco las razones profundas de este síntoma, pero en principio podría decir que tiene que ver con mi altura. Soy, eso sí, un líder carismático; mucha gente me apoya, aunque nadie definitivamente me sigue. No sé, decía, relacionarme con el poder desde la altura; desde su falta o desde su exceso.
Por ejemplo; mi condición de heterosexual me ha llevado, en mis años mozos, a vincularme con las mujeres siempre desde el afán de conquista. Hoy por hoy pasa algo similar, aunque con diferentes intenciones. Me pasa eso, decía, con todas las mujeres, salvo con las altas. Algo en ellas me paraliza; me hace sentirme incapaz de conquistarlas y, por ende, de relacionarme con ellas. No sé cómo actuar; no sé si rechazarlas, no hablarle, mostrarle mi costado más miserable o, sencillamente, ignorarlas y seguir mi vida –algo que no puedo hacer con nada-. Siento, también, lo que decía que pasa con los líderes petizos: creo que ellas tienen cierta simpatía bonachona conmigo; vengo a ser algo así como una mascota –para mi imaginario-.
Volviendo al tema del deporte, soy de esos que se compra cada guía deportiva que aparezca para ver la altura de los jugadores. Aunque no parezca en la superficie, la altura me afecta con cosas que van corroyendo mi cotidiana realidad. Muchas veces, mientras camino por alguna calle céntrica y percibo un hombre menor que yo, me regodeo e intento pasar al lado suyo para sentirme algo más alto.
Por otra parte, a los petizos, salvo las cuestiones físicas, todo les cuesta más trabajo. Imponerse, ser escuchado rápidamente, comprar ropa que le quede bien en la primera postura, etc -por cada cinco o seis pantalones que me compro, es tanto lo que corto que perfectamente podría hacerme, con esa tela, uno nuevo-. Pero no renegamos de ellos; sencillamente nos adaptamos, como lo hacemos con todo.
En definitiva, la altura es algo que para mí opera con una determinación en mi vida que pocas cosas la tienen. El mundo se divide entre altos y bajos, y la distinción creo que no me favorece. De todas maneras, jamás volveré a usar borceguíes y seguiré con mis zapatillas chatas, cueste lo que cueste.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Mirar hacia adentro

Hace algunos años tuve una revelación. Unos norteamericanos habían ido a visitar ocasionalmente mi casa y, mientras lavaba los platos después de la comida con la canilla abierta –como se suele hacer aquí-, una de las jóvenes extranjeras me dijo: “¿No cierran la canilla cuando lavan los platos? Qué gran ventaja tienen”. En ese momento no reparé demasiado en el detalle y terminé mi tarea.
La crisis educativa que padece hoy Chile, con muchos jóvenes reclamando igualdad de oportunidades educativas, gratuidad y mejores posibilidades de aprendizaje, pone en relieve, más allá de la debacle de una particular forma de tomar a la educación como un “bien de consumo”- según dijo su propio presidente Piñera-, un derecho al cual tenemos acceso todos, pero en el que pocos parecemos detenernos a valorar.
La estandarización de algunos logros que Argentina tiene como sociedad –como la educación pública o la salud pública-, no hace visible ni analizable el trascendente valor que éstos tienen en el seno de sociedades llenas de vacíos y de cosas por resolver como la nuestra.
Resulta, por el contrario, mucho más “vendible” hablar de las muchas falencias que Argentina tiene como país –innegables, ciertamente-, que salir un poco de la vorágine cotidiana y detenerse a pensar, quizás, en el trascendente derecho que poseemos todos de manera equitativa y que será el único que puede hacernos más fuertes, mejores y más preparados para afrontar las peripecias de un mundo y una realidad cada vez más complejos.
La educación argentina es considerada una de las más avanzadas y progresistas de América Latina junto a Cuba y Uruguay. Su gratuidad, entonces, hace que todos puedan tener acceso a ella y resulta ser la herramienta más inclusiva de un mundo que amerita una preparación para no quedar al margen.
Sistemas educativos como el chileno o el de algunos países europeos, no pueden sino sucumbir ante las desigualdades de un sistema excluyente que da lugar para pocos; para los pocos que tengan los medios para afrontarlo. Nada es posible sin educación; ningún logro será bien capitalizado sin una plataforma educativa sólida, tanto desde el ámbito formal como desde el informal. Lejos de garantizar el éxito –de acuerdo a cómo se entiende el éxito en el mundo de hoy-, la educación ayuda a atesorar y emplear mejor lo que se tiene y hasta lo que no se posee.
Lejos de analizar puramente el conflicto chileno, donde son muchas las aristas posibles desde las cuales desmenuzarlo, trato, en cambio, de hacer un llamado a un análisis introspectivo hacia lo bueno que tiene esta sociedad y que lo tuvo en toda su historia. A partir de una iniciativa apoyada por todos los diputados, por ejemplo, ahora Argentina destina más del 6 por ciento del PBI a la educación; más del triple de países como, por ejemplo, Chile.
Una carrera promedio de una universidad del Estado en Chile, tiene un costo de algo de 2.500 pesos mensuales. Para ello, el Estado hace préstamos con un alto interés-de algo del 20 por ciento- a las familias incapaces de solventar los estudios de sus hijos. El sueldo mínimo en Chile es de poco más de 1600 pesos.
Con 42 universidades públicas, Argentina es uno de los países mayor cantidad de centros de estudios verdaderamente estatales por habitante del planeta. Esto no es un dato menor si se sabe apreciar y se le sabe dar el correspondiente valor. Además, salvo en determinadas carreras, las empresas tienden a valorar más los títulos de universidades públicas que privadas; ergo, el mercado sabe, aunque mire para otro lado.
Sudamérica es una zona pobre en términos económicos; voluntariamente excluída del mapa de todas las grandes e históricas potencias industriales del mundo. No hay soluciones mágicas ni fórmulas repentinas que la saquen de su lugar de espectador de muchas de las grandes epopeyas. Con este panorama, ¿cómo no va a ser importantísima la educación pública?
Hay que entenderlo: la educación es la única y más importante herramienta para salir de cualquier lugar incómodo. Que sea gratuita le otorga, además, la categoría de derecho que debe tener en sociedades que aún con ella sufren de la exclusión y la pobreza como la nuestra. Mientras eso no se valore como corresponda, cualquier otra ecuación terminará, indefectiblemente, en el fracaso.

martes, 2 de agosto de 2011

Todos los pelos van al cielo

Hay decisiones que en la vida significan mucho más de lo que aparentan. Son esas pequeñas cosas las que, en definitiva, terminan definiendo mucho más de las personas que las grandes elecciones, siempre ligadas a cuestiones más de grupo que del todo personales.
A mí me pasa eso con el mundo peluqueril, si es que cabe esta expreión. Como buen reparador en el costado estético de las cosas, el mundo del pelo siempre fue algo que me llamó poderosamente la atención y esto, en relación al look, a mi look, desde pequeño ha modificado mis hábitos y conductas.
Me sabía, cuando era chico, alguien que no había sido tocado por la varita de la belleza; entonces, dese pequeño todas mis armas de seducción comenzaban con una optimización del look, y esto guarda una íntima relación con el tema a tratar de aquí en adelante.
"El pelo es el marco de la cara", reconocía una publicidad de los '90. Y nada más certero.
Hoy, con mis tres décadas de vida, ya puedo relajarme apenas un poco más. Pero yo era de esos que, cuando era niño, para evitar que el sock fuera más fuerte en la escuela, elegía cortarme el pelo los viernes. El lunes, pensaba, cuando regreara a la escuela, el pelo iba a crecer más y el imapacto iba a ser menor.
Antes de ir a cortarme el pelo tardo, lo evalúo, lo pienso, lo medito. Rara vez he ido de manera intempestiva porque sé que de su resultado depende en gran parte mi autoestima, mi humor y hasta mi apreciación de las cosas. Si el corte de pelo me quedó mal, suelo aparecer misrable ante el mundo; mirarlo con desconfianza. No sé relacionarme desde la propia convicción de la fealdad personal; es una carga demasiado pesada.
Tuvo, sobre todo de niño, algo de tortura para mí la peluqería. Tiene, hoy por hoy, algo parecido. El colmo me pasó hace no mucho tiempo, cuando entré a la peluquería que frecuento y del sillón, un nene de apenas 10 añitos, cometía la osadía de pedirle al peluquero lo que quería. "Desmechadito y con caída del flequillo", le dijo. Me quedé consternado, asorado; literalmente no entendía nada.
El mundo se ha desarrollado de manera tal que un nene se da el permiso de este tipo de órdenes, y el peluquero de acatar sus pedidos; el poder del dinero y la fama de los más chiquitos ha obrado para hacer esto posible. Recuerdo, con nitidez pero también con algo de nostalgia y dolor, que en mis primeros años, pocas veces iba solo a la peluquería; pero si, por casualidad, me tocaba ir solo, mi papel se limitaba a quedarme quieto en la silla, esperando que mi torturador me hiciera literalmente lo que quisiera, cosa que siempre terminaba mal, obvio.
La moda, junto a la aparición en la pantalla chica de chicos cada vez más pequeños les ha dado a éstos un poder inconmensurable, que se traduce en actos como este. No está mal, para nada; pero configura de la manera más cruda esta tendencia de la sociedad.
Por otra parte, los peluqueros suelen ser una clase de personas cuyos intereses están siempre lejos mío. Demuestran otras inquietudes y generan diálogos a veces lastimosos. De todas maneras, tiene que pasar algo literalemente trágico para que ose cambiar de peluquería. Este es un síntoma que me pasa con otras cosas -ya he publicado, por ejemplo, mi caso con las verdulerías-, pero la diferencia que hay con los peluqueros es que la traición es más evidente que en cualquier otro rubro: salvo que lleve una capucha, el pelo corto delata y, no sé por qué estúpida razón, creo que me sentiría en la obligación de mentirle con cosas como "me compré una maquinita" o "me cortó mi prima que está haciendo el curso", a lo cual le seguiría instantáeamente un "pero en cuanto me crezca vuelvo con vos; me dejó un desastre", y hasta quizás un "chau, perdón", final.
Como suelo hacer en otros ámbitos de la vida, genero con el peluquero una cierta relación -a veces a pesar mío- desde la simpatía -fiel ladera de mis días- que me da el permiso de, tal vez impulsado por el osado niño, pedirle qué tipo de corte quiero y eso es algo que también me frena a la hora de cambiar de esteta; con un peluquero nuevo jamás haría eso por temor a que me tilde de "mariquita".
Como toda actividad, la peluqueril tiene algunos vicios fácilmente reconocibles por el rápido pensador y tiene algunas conductas que se repiten. El peluquero siempre corta de más; aman los autos -no las carreras, los autos- y el fútbol -si tiene hijos, el infantil-; la mayoría de los que tienen menos de 40, tienen mechitas, peinados "de moda" o algún distintivo especial; y "el pelo crece", es la respuesta que denota que el corte te queda pésimamente mal.
En definitiva, mi pesada relación con el mundo de las tijeras y las navajas seguirá siendo tan compleja como hasta ahora, pero enhorabuena que aún puedo ir. Peor sería ser pelado