jueves, 24 de enero de 2013

La plaza insensible





   No suelo caminar por las plazas de noche. Sus laberintos internos, luminosamente oscuros, peligrosamente indefensos, plantean para mí un misterio que siempre preferí no develar, pero lo hice. Por una vez, lo hice.
   La cálida brisa de la medianoche de un miércoles era una invitación a algo más, un mensaje, quizás, para encontrarme con eso. Propuse la caminata esta vez sin temor, sin pensar en nada más. Me gusta aprovechar las noches de primavera, la primavera.
   Las plazas tienen varias particularidades que las hacen sociológicamente analizables. Esconden, en su esencia, cierto misticismo, mezcla de amparo infantil e impunidad adulta, cierta sorpresa que raramente se vea en cualquier otro sitio. Cada costado de su existencia tiene infinidad de historias de las más buscadas por cualquier novelista. En sus bancos nacen amores, se prometen deseos, se juran sentimientos, se estrechan lazos. Rara vez una plaza es escenario de una ruptura, se cuentan con los dedos.
   A su vez en estos espacios conviven, en el fugaz transcurso de un día, una infinidad de sentimientos muy contrapuestos; la alegría y la inocencia, de día , y la miseria y el peligro, de noche. Hamacas, calesitas, toboganes, madres con sus hijos, sonrisas tiernas, jóvenes, chocan con la oscuridad, la amenaza casi constante, los olores, el latente peligro.
   Pero bueno, la noche del miércoles se prestaba para, de una u otra forma desafiar todas estas percepciones alentaba a la minúscula aventura de cruzarla.
   La plaza en cuestión es la plaza San Martin de La Plata. Cuando el sol pega es “balneario”; muchos estudiantes toman sol en sus canteros, feria de artesanías, contenedor de grupos de protesta que, frente a la casa de gobierno, montan sus carpas en busca de alguna reivindicación, etc. Ahora bien, cuando la luna toma la posta, la cosa cambia. Sus bancos son muchas veces camas, su pasto es colchón verde y las risas no se escuchan, se desean.
   Lucía tranquila, el miércoles, la plaza. Sin mucha gente deambulando, su geografía se podría haber recorrido sin ninguna dificultad ni peligro. Y no lo hubo, de hecho.
   El puestito de comidas rápidas ya estaba cerrado. La glorieta, una suerte de escenario de pájaros y bandas de rock, era el cuarto de un arropado linyera, espectáculo habitual, aunque no por eso normal ni aceptable. Más adelante, el grupo de jóvenes guardaba sus elementos de malabarismo, una “moda necesaria” en varios semáforos de la ciudad, y reían mientras las naranjas, o algo así, entraban en la amplia bolsa negra.
   Llegamos al centro de la plaza y me dicen: “Mirá eso, Ale” ; “eso” no era nada más ni nada menos que la imagen más impactante que haya visto en mucho tiempo, era la evidencia de que algo anda mal, de que la plaza contenía, además de todos los sentimientos anteriormente expresados, una profunda tristeza, mezcla de olvido, abandono, angustia, vergüenza…
   En la punta de un cantero, justo debajo de un árbol de baja estatura, yacía él. Su silla de ruedas estaba escondida debajo de la copa caída del árbol y no se veía su cara. Sólo se veía su camisa leñadora, sus jeans, sus zapatos y, al lado, una bolsa con algunas cosas. Pero su cara no se veía, la tapaba la copa.
Quizás, seguramente, pocos lo vieron. Estaba perfectamente camuflado entre los pastizales y la oscuridad cerrada de la noche propiciaba el mestizaje.
   Sentí un shock tremendo, una profunda tristeza y una mayor impotencia. No puedo dejar de conmoverme al escribir estas palabras y recordar ese momento; perdón, por eso, si la prosa pierde legibilidad.
   En ese momento se me vinieron a la mente millones de pensamientos que me atormentaban aun más que la imagen, que de por sí era desgarradora, si es que algún adjetivo cabe para este tipo de sensaciones. Créanme que fue terrible. Tampoco acompañaba el contexto tan diferente.
   “¿Estará dormido?”, dije al principio; “¿muerto?”, luego mas aterrado o, lo peor de todo, “¿estará despierto y se avergüenza?”. Mi dolor era legitimo y sincero, pero ir a comprobarlo era, al menos, imprudente.
   Evidentemente, se trataba de un discapacitado. Sin hogar, sin ciertamente alguien que lo llore, que lo quiera, que lo proteja, o que simplemente, lo lleve hasta ahí, al árbol, a “descansar”. Esa es otra cosa que me pregunte; “¿cómo llego?”, arrastrándose solo -imaginé-, sin que nadie lo vea para evitar la humillación. Era un espectáculo muy triste y que nos toca a todos, lamentablemente.
   ¿Hasta dónde llega el desamparo? ¿Qué limite tiene el desinterés? ¿Cómo se lucha contra esto? Mientras muchas cosas pasn a nuestro alrededor, hay gente que muere, ya no de hambre, sino de tristeza, mucho peor.
   Cuando uno ve imágenes así de estremecedoras no puede más que replantearse millones de cosas, millones de esas erradas formulas de la felicidad que, en el fondo, de poco sirven. Sin dudas que algunos planteos no sirven de nada; esos de las soluciones instantáneas. Uno no es más o menos culpable por lo que tenga o la vida que lleve, pero somos todos -sí, todos-, un poquito responsable de estos espectáculos casi surrealistas pero bien reales.
   Dejo de lado los planteos políticos y sociales baratos, de café. Sólo queda en cada uno la decisión responsable, el pensamiento profundo y el camino a seguir más adecuado; en mí queda, y quedará por mucho tiempo, o por siempre quizás, esa imagen de ese hombre, mitad hierro, mitad árbol, que mañana, cuando se despierte -si despierta-, buscara la forma de salir de ahí sin que nadie lo vea, para no sentirse, por enésima vez, humillado.

sábado, 5 de enero de 2013

Ruidos


   Hace rato que vengo pensando en la idea de escribir sobre los ruidos; me parecía un tema interesante, con muchas aristas y significados que lo enriquecían y le daban matices muy variables. Estuve cerca, a minutos, a días, pero recordé la canción de Sabina, “Ruidos”, y desistí.
   En este momento estoy solo, tranquilo, salvo algunas voces lejanas, en el patio del hostel de Lima, al lado de la espantosa calle de las Pizzas, en el coqueto barrio de Miraflores, interrumpe el sonido de los bichitos de luz que, de todas formas, se ensaña en meterse entre algunas charlas y lejanos temas de reaggeton más llenos de “mami” y “papi” que la boca de un nene que recién empieza a hablar.
   Una de las cosas que signaron este viaje, bien pudieron haber sido los ruidos. Su presencia, su ausencia, sus razones y sus implicancias; y sus consecuentes sufrimientos.
   El “progreso” es ruido, pero también el retraso que deviene de ese progreso. Ya había experimentado una sensación similar cuando estuve en Mexico y, en la plaza principal, justo atrás del Museo de Bellas Artes, valga paradoja, los fines de semana de enero, al menos, se montaba una suerte de parque de diversiones municipal con todos los artificios que existen en el mundo del consumo más bajo; gente gritando, un locutor arengándolos como si fueran animales, tratando de sacar de sí esa animalidad que los hace vivir más cerca del instinto que de la razón; luces, muchas luces, muchos colores, juegos para niños, para no tanto y, sobre todo, la locura, pero la locura manifiestamente generada, que es algo así como la forma que toman estas prácticas culturales tan ajenas al buen gusto y la reflexión.
   Así, atemperadas, las masas son funcionales al sistema y así todo se regenera y se degenera en un sentido unilateral e indivisible.
   Ahora, en Perú, también viví varias sensaciones ligadas a los ruidos; tanto en Cuzco como en Lima y, obvio, en Machu Picchu.

Ruido y “progreso”

   Las esquinas suelen ser los lugares más ruidosos de las cuadras; porque convergen allí dos calles, porque no hay nada que atenúe la propagación de los sonidos y porque sí, ni más ni menos. Allí, a una esquina, en un primer piso de una esquina de las más transitadas del Cuzco más profundo y triste, daba la ventana del hostel de Cuzco, aceptable de no ser por ese detalle.
   Llegamos el sábado 30 de diciembre, vísperas alargadas del fin de año, y no se podía vivir. Si se pensaba que Argentina es el país donde más irresponsablemente se usan las bocinas, comprobé, con furia y absorto, que no.
   Para mi sorpresa, en Cuzco viven más de 600 mil personas, y no creo que menos de 75 por ciento no pase al menos una vez por día por esa bendita arteria, que a esta altura no le vendría mal un stent. El tránsito, de por sí ruidoso, se combina con millones de bocinazos por segundo; bocinazos cortos, irritantes, y sin sentido alguno; tocan bocina aún cuando no lo necesitan y lo hacen a cada rato.
   No contento con eso, tanto el 30, como el 31 y el 1 de enero, un animador, así como sucedía en la plaza de México, animaba, arengaba y ofrecía “tres uvas, un sol” o “dos mil dólares, un sol” incansablemente durante varias horas; el consumo, la búsqueda última de todo, en este caso, se producía a veces por repetición.
   Además, para sumar a mi idea de escribir, luego pregunté y lo que ofrecía en la segunda opción era un falso manojo de papel pegado y pintado como si fueran dólares por un sol; una crueldad innecesaria, estúpida y funcional.
   Además de eso, toda la tarde y hasta entrada la madrugada, por el parlante, que daba exactamente a la ventana, sonaban canciones de cumbia peruana provistas algunas de letras violentas y sin sentido que le daban al escenario sonoro tintes macabros.
   Ahora cesaron las charlas a mi alrededor, y sólo quedan los bichitos de luz más valientes haciéndole frente a las canciones, cada vez más audibles y variadas.
   Estamos en una calle de las perpendiculares a la de la Pizza, como ya mencioné antes, y en esa calle, están haciendo un trabajo de refacción total. Mi ventana, otra vez, claro, da a esa calle en la que desde las 6 de la madrugada retroescavadoras y demás artefactos no paran de taladrar lo que queda de la ya inexistente calle Bellavista.
    Más allá de algún enojo y alguna risa irónica, rescato la riqueza de esta experiencia; la claridad con que se muestra ante mis ojos –mis oídos, en rigor- las dos caras de la misma moneda.  Por un lado, el ruido como amansador, somnífero y droga; por el otro, como sinónimo de cambio, de “progreso”.

El silencio "productivo"

   Quise llorar y no pude; no me sale. Pero me recorrieron por el alma muchas de las más maravillosas sensaciones cuando, por unos minutos me senté en una parte del templo de Machu Picchu para contemplar la inmensidad de lo que estaba ante mis ojos y mi corazón.
   En psicología se habla siempre de la tensa convivencia de las pulsiones de vida y de muerte; de Etos y Tánatos; de lo angustiante que es tener en nuestro disco rígido la certeza de que algún día, esta vida va a terminar y lo maravillosamente digno que puede ser vivir para camuflar esa pena.
    Entre tanto placer, admito, también pensé en morir; y no lo pensé como algo definitivamente malo. ¿Qué más podía pedirle a la vida después de haber sentido lo que sentí? Así como la oscuridad en el caso del relato del insecto, la muerte también es silencio y ausencia, permanente ausencia. Y paz, teóricamente, para las religiones que desean que así sea el “descanso” –esperanzadora forma de invitar a pensar que todo continúa cuando uno “despierte allá arriba”-.
   Sentí paz, sentí soledad, sentí silencio y, en lugar de oscuridad, sentí la más maravillosa de las luces; el sol y el cielo, de un azul impactante. Nada me faltaba para morir, para desdramatizar la muerte, salvo vivir.
   Si el progreso es ruido, la paz es silencio; por ende, el progreso nunca conduce a la paz.
   Este axioma funciona con una crueldad a veces dolorosa, pero es tan cierto que siguen pasando las modas y los años y cada vez más ruidos nuevos se producen como sinónimos del progreso; ruidos que, como casi todo, molestan al principio pero después entran en nuestra mente y se quedan a vivir allí armoniosamente, sin poder despertar la menor crítica, queja o esperanza de cambio.
    El silencio, en cambio, no espera nada para producirse. Está, puede estar;  existe, a pesar de todos; es la no producción, la paz, la calma y el ideal.

viernes, 4 de enero de 2013

Una hamburguesa completa, papas y gaseosa


   Soles más, soles menos, esa es la diferencia monetaria entre ser viajero de segunda y de tercera en el tren que une la majestuosa ciudad de Cuzco con Aguas Calientes, o Ciudad de Machu Picchu. Apenas 11 dólares, una cifra en términos relativos insignificante, pero en cuestiones relacionadas al servicio tranviario cruciales, definitorias.  
   Todo mi viaje a Perú, hasta ese momento, estuvo enmarcado en algo parecido –a grandes rasgos- con lo que se puede entender como un “viaje semi gasolero”, excepto la excursión al templo sagrado de Machu Picchu; ésta es una excursión, además de obligada en el itinerario de cualquier pasajero que vaya a esos lados, mágica, maravillosa, dueña de una energía sublime. Por todo eso, ir se hace una cita obligada y como toda cita obligada cuenta con varios condicionantes de mercado que la hacen, además, costosa.
   Tanto el hotel más caro de todo Cuzco como el hotel que yace en la superficie misma del mencionado templo y el servicio de tren más popular –por lo conocido- que llega hasta Aguas Calientes, pertenecen –los hoteles- y está administrado –el tren-, como muchos podrán imaginarse, a capitales ingleses. Esto implica, claro, puntualidad, limpieza e infraestructura acorde a las demandas implícitas de la mayoría de personas que acceden a este servicio.
   Admito que la idea de saber que el servicio era brindado por capitales ingleses, a priori, no me gustó, pero traté de pasarlo por alto. Y, afortunadamente, tuve la posibilidad de viajar en los dos servicios más económicos –el otro, de un lujo casi recalcitrante, tiene un valor inmensamente mayor y nunca estuvo en mis planes- y poder comprobar en menos de 30 horas la cara más cruel del mercado, esa que siempre está presente pero que a veces se camufla con colores y música fuerte.
   Repito, para volver al concepto, que entre el viaje en segunda y el de tercera la diferencia es de 11 dólares, y es por ello que es inaceptable –de cualquier modo lo sería- el nivel de degradación al que se expone a los pasajeros.
   Y lo más grave no son las diferencias en cuanto a las comodidades –las cuales son previsibles- sino la actitud de personal. El itinerario en el tren B era el siguiente: primero traían la comida, luego de un rato pasaban a vender bebidas “extra” y, minutos más tarde, merchandise alusivo; y, además, a poco de iniciado el viaje la voz en off anuncia que en luego de unos minutos se servirá un lunch.
     En el C, por darle una letras alegórica, no sólo que el aviso del snack nunca llegó sino que, además, el orden de los factores buscaba alterar el producto, seguramente a fin de recuperar algo de los miserables 11 dólares que separan un servicio del otro. Entonces, lo primero es la venta de las bebidas “extra”, pequeña y cruel estrategia.
    Honestamente, no tenía ni el más mínimo interés en gastar nada de más en ese servicio; porque es de capitales ingleses, porque me dan culpa algunos gastos innecesarios y porque, además, sospechaba la inminencia de un servicio gratuito.
    Y no tuve mejor idea que preguntarle al camarero, cuando me ofreció las bebidas con buen tono y sonrisa acorde, si más tarde iban a servir algún snack. “¿Gratis?”, me remarcó, “Sí”, le dije, tragando saliva para no decirle “No, gratis nada. Yo pagué por este servicio el dinero que vale”. Pero entrecerré los ojos y me dijo que sí.
    Pero eso, claro, no fue todo. Luego de media hora, después de que el vagón B sirviera sus alimentos, obviamente, el camarero fue asiento y, al llegar al mío, me dijo “¿Qué quiere de tomar, gratis?”, y me dio las posibilidades. Elegí y, a los pocos segundos, le dije a mi amigo, al lado mío; “¿Me dijo gratis?; “Sí”, me dijo, y le explique por qué me lo había dicho. Ahora bien, ¿Es necesario remarcar  algo así? ¿Qué macabras órdenes sigue este muchacho para tratar así a la gente?
    Acto seguido, la parada obligada en Ollantaytambo, una pequeña población en la que ya habíamos parado en la ida y la cual había bajado para hacer algunas compras sin restricción alguna. La parada, en el tren C, también fue en Oallantaytambo, y, con algo de sed y arrogando el derecho que tuve en el viaje de ida, traté de bajar, no sin la interrupción del uno de los camareros –no sé si el mismo- que me dijo que no podía bajar, y que, en el mejor de los casos, podía quedarme literalmente abajo del tren, en el andén, a esperar, quieto, la partida. Dejé de tragar saliva, hice valer mi moderado derecho y fui a comprar con la advertencia de que fuera rápido porque, caso contrario, el tren seguiría viaje.
    No es menor mencionar que esta desagradable situación, claro está, pasó -y seguirá pasando, lamentablemente- en un servicio que, vale mencionar, no es precisamente consumido por indigentes y que, en todo caso, hace alusión a algo así como una comodidad que perfectamente podría no elegirse dada la existencia de otras formas alternativas de llegar a Machu Picchu –buses, Camino del Inca, etc.-.
    El destrato, ese incordioso personaje aparece en todos lados; hasta en tierras sagradas dotadas de una paz y una energía inigualables. Y todo por una hamburguesa completa, con papas y gaseosa.