lunes, 22 de febrero de 2010

¿O Sí o NO?

Soy el entusiasta del grupo. Todos -o la grandísima mayoría- los planes que tienen mis amigos encuentran eco en mi voz, siempre dispusta a dar un SI. Esto, al margen de algunos beneficios innegables que me ha traido a lo largo de mi vida, como conseguir el cariño de mucha gente, esconde un rofundo problema: NO saber decir que NO.
El fino lector podrá, no sin demasiado análisis, relacionar este problema con los anteriores artículos aquí publicados, y se dará cuenta de lo fuerte que actúa en mí este positivismo absurdo; este dejarme llevar por corrientes que, en muchas ocasiones, terminan siendo intransitables.
Nunca, creo, pude decir que NO. Antes de dar un NO, tartamudeo, me pongo nervioso, intento buscar vueltas a algo tan sencillo como negarme. Todo NO, para mí, está antecedido de un extenso prolegómeno que, además de justificarlo, en muchos casos me evita, por deducción de mi interlocutor circunstancial, decir la terrible palabra.
Seguramente haya algo de inseguridad en esa actitud; seguramente no quiera ganarme el rechazo aunque sea momentáneo de nadie y tampoco quiera perderme de nada. Pero lo más llamativo es que no prevalece en mí la idea de "aprovechar la vida porque es una sola", sino que lo que más bien prevalece es la búsqueda de una supuesta armonía en la cotidiana convivencia con el prójimo: ergo, además de inseguro soy cobarde.
El no saber decir NO en el mometno justo es un arma de múltiples filos; evita malos ratos y, en definitiva, obra en contra, a veces, de nuestra voluntad, sometiéndonos muchas veces a situaciones indeseadas. Pero es sencillo racionalizar determinadas cuestiones con abstracciones de este tipo.
La capacidad de aceptar o rechazar algo con fundamentos es casi condición única de la especie humana; pero yo a eso no lo entiendo. Dejo que mi libre espíritu divague por los lugares más irrisorios en los que jamás habría llegado de no ser por este problema.
Un NO es como una muerte para mí; la muerte de una posibilidad quizás extraodrinaria o quizás no, pero sí de, al menos, algo novedoso, inesperado. Y no me llevo bien con esas cosas.
Uno vive intentando, provocando nuevas experiencias, conociendo otros horizontes y quizás de eso se trate la vida. Yo, por lo pronto, seguiré titubeando antes de dar un NO o, en el peor de los casos, seguire dando SIes indefinidametne. En una de esas, quizás algo bueno me pasa.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Algunas relaciones sociales

Reconocerse es, a menudo, el primer paso para cambiar las cosas que a uno no le gustan de sí mismo. Bueno, este axioma, tan repetido y muchas veces vacío de contenido como la gran mayoría de estos preceptos, no funciona en este humilde escritor. Reconocerme, para mí, no hace más que imbuirme en las infinidades de mis "problemas" -la palabra es, sin dudas, excesiva-.
Desde chico tengo la costumbre de saludar efusivamente y eso es algo que aún marca mis días."Qué educado, cómo da besos", repetían mis tías incansablemente, mientras yo pasaba largos minutos de cada reunión familiar -por aquel entonces multitunidarias, con más de 20 personas- completando la ronda de invitados besuqueando uno por uno -esa, junto a una similar tendencia de mi padre, es, quizás, la razón más grande de mi aversión a besar a hombres hoy en día-. Era francamente agotador pero sentía, ya no el placer, sino la inclinación natural a hacerlo, y era el único especímen de mi familia que se pasaba tanto tiempo besando parientes.
Es esta tendencia de niño -y al escribirlo me autopsicoanalizo- la que me lleva en mis años adultos a seguir, con otros matices, esa metodología. Y en los comercios. cuándo no, me sucede algo similar. Mi afán saludador y simpático hace que ràpidamente genere relaciones con los comerciantes, sobre todo los verduleros. Un chiste, un comentario, una chanza, son muchas veces el inicio de un vínculo indisoluble que, transcurrido un tiempo, comienza a pesarme.
Así como cuando niño sentía la natural tendencia a saludar a los comensales de mi familia, ahora, de más grandote, siento la obligación de, ante cada paso por determinados negocios, tener que mirar adentro y, si me ven, saludar -y en muchas ocasiones, por temor a quedar mal con un simple saludo, tener que entrar y entablar un diálogo francamente inconducente-, cuando no siempre es lo que más me intetesa hacer. Algunas de las estrategias que he tegido a lo largo de mis años fue, por ejemplo, pasar infaliblemente hablando por celular -así puedo conformar(me) con una levantada de mano-, pasar por la calle de enfrente o, en el caso de las vedulerías, mandar a otro a hacer las compras.
Todos los saludos rápidos, descomprometidos y necesariamente "buena onda", en mi caso ameritan un chiste y esa instantaneidad se expresa unívocamente hacia el lado del sexo. Y para esto la verdulería es, tal vez, "el" lugar indicado. Bananas, nabos, zanahorias, kiwis y hasta algún que otro zapallo calabaza, invarialemente despiertan en el humorista repentino comentarios soeces y comparaciones relacionadas al tema. "Quien pudiera", se repite ante una banana de gran porte; "vos si que sos vicioso", dice el verdulero cuando le pedimos zanahoria, son sólo algunos comentarios infalibles y esperables en una relación de este estilo.
Saber dónde nace este afán es complejo de analizar, pero claramente esto me resta credibilidad y seriedad. Todo saludo ocasional a gente quasio desconocida implica una dosis de buen humor, y muchas veces esa no es mi intención aunque así deba mostrarme."Este no tiene ningún problema", piensan; "A este no le importa nada", creen; cuando en realidad es esa obligación autoimpuesta la que me hace mostrarme así.
No siempre pasa lo mimso con todas las personas. Las más inescrupulosas, o bien te ignoran directamente o son innecesriamente sinceras. Como ese amigo que no veía desde mis años de la primaria y al reencontrarlo, después de 15 años -sí, 15 años-, no tuvo mejor idea que contarme, luego de mi "¿todo bien?" de rutina, su reciente ruptura con su novia que tanto amaba, etc. etc. etc. Esto, que podría haber actuado como enseñanza para mí, no dejó de ser una anécdota simpátioca y de sentar precedente para que, las próximas veces que lo divise, cruzarme de vereda instantáneamente.
Saludar es, sin dudas, una acción natural de la persona, cuando en realidad debería ser algo más selecto. Del mismo modo que me es inevitable pasar por determinados comercios de manera anónima, me sucede lo mismo con la gente que invariablemente voy a ver más de una vez en el día. Del inicial saludo de cordialidad, se pasa a la movida de cabeza, haciendo escala en la levantada de cejas o, por qué no, en comentarios hablados como "no doy más", mostrando claramente un agotamiento q no es tal, o que no es tal por culpa del trabajo sino que, completo, sería "no doy más de tener q saludarte siempre q te veo".
Y es justamente esta última frase la que se da mucho en los gimnasios. Este fenómeno suele suceder mucho en los este lugar donde el 90 por ciento de las personas que asisten se queja precisamente de lo que va a hacer. El "no doy más", es quizás, la frase más escuchada entre los pesistas de turno. O sea; de lo que se quejan es a lo que van. Vaya paradoja. El agotamiento producto de la exigencia física, sumado al calor, por ejemplo, genera comentarios como "no se aguanta", mientras se respira profundo y se hace que NO con la cabeza. No ostante, la rutina se cumple al pie de la letra, pero siempre con la tendencia a la queja a flor de piel, y este es otro capítulo que más adelante seguiré tratando.