La hipocresía es, en muchas ocasiones, la madre de todas las posibles explicaciones a la hora de tratar de comprender determinadas posturas y actitudes en diversas situaciones. Por definición, esta actitud implica la adopción, constante o esporádica, de creencias, opiniones, virtudes, posturas y hasta en muchas ocasiones sentimientos ajenos a quien los esgrime y actúa muchas veces como máscara de cierta pretendida reputación. Y este es, quizás, el más fuerte de todos los males de esta sociedad.
El domingo a la noche, se me
ocurrió comprar empanadas y, para acompañarlas, tuve la peregrina idea de
comprarme una lata de cerveza. Eran las 22 y, según establece la ley provincial 11825,
en el territorio de la provincia de Buenos Aires, entre las 21
y las 10, está prohibida la venta de bebidas alcohólicas en kioscos,
polirrubros y demás locales del rubro.
Tras comprar las
empanadas, pregunté en un kiosco contiguo al local si efectivamente podía o no
comprar cerveza, a lo que la respuesta del comerciante fue un no; acto seguido,
lamenté, me disculpé y me estaba por ir cuando, él solo, me ofreció una bolsa
para taparla y llevarla, cosa que efectivamente hice, violando parte del
contrato social que pretendo cumplir.
Ahora bien, la de
la cerveza, no es más que una pequeña, ínfima e insignificante muestra del
grado de putrefacción con el cual convivimos a diario. Porque, en definitiva,
ese hombre tiene una carga cultural, una suerte de “aval histórico” que le dice
que esas pequeñas trampas pueden ser realizadas sin correr ningún peligro y sin
siquiera causarle un pequeño malestar a su conciencia, ya anquilosada e inmersa
en una lógica que la trasciende y sigilosamente la configura.
La cultura de la
trampa, del engaño, está de tal manera instalada en nosotros que podemos
convivir con ella aún cuando en los demás la criticamos y nos llenamos la boca
de palabras opulentas para condenar actitudes que, llegado el caso, nosotros
probablemente también haríamos.
Es que, en menor o
mayor medida, actitudes como la recién descripta, conviven con nuestro “ser
argentino”, en cada momento de nuestra vida y frente a nuestras narices sin que
nosotros tengamos ninguna condena e inclusive, con alguna risa contemplativa, las avalemos
de acuerdo de quién venga.
Lo sugestivo surge
al analizar que las condenas a este tipo de actitudes tienen una actitud
condenatoria cuando se ven teñidas por cuestiones de clase o de poder. Y, algo
también llamativo es que cuestiones como esta se hacen generalmente visibles en
sectores sociales comúnmente ligados a los estratos de medios para arriba. La
cada vez más heterogénea e indefinida clase media.
Todas las
enfermedades deben ser tratadas desde su raíz más profunda, y cuando estos
males son sociales, más aún. La propagación de actitudes que chocan con el bien
común y, como contrapartida, la condena hacia las mismas cualidades que
nosotros profesamos, no puede sino prolongar un mal que nos tiñe a todos, en
mayor o menor medida.
¿Con qué tino, bajo
este prisma, una persona puede condenar a un gobierno o un funcionario de
corrupto cuando, por ejemplo, compra ropa trucha, autopartes robadas, se va
antes del trabajo o abusa de falsas carpetas médicas para faltar y pide o paga
coimas para evitar multas? La respuesta
debería ser con ninguno, pero sin embargo eso sucede; y sucede a menudo
amparado bajo el infame paraguas que da saber que hay otro, que tiene más poder
que uno, que también lo hace. Ergo, no se trata del hecho en sí sino de la
lucha de poder que enmarca la trampa y que la hace existir y eternizarse; esto
quiere decir, en definitiva, que si contasen con el poder, probablemente los
condenatorios harían cualquier cosa amparados en esa horrorosa impunidad que
brinda.
MUJICA Y NOSORTOS
Ahora, por ejemplo,
parece que está de moda adorar a Mujica. Lejos de detenerme en un análisis
político –sus fans tampoco lo hacen-, es notorio advertir como todos le
ponderan al presidente uruguayo su manifiesto desapego por las cosas
materiales, su simpleza a la hora da valorar las cuestiones importantes de la
vida y, en definitiva, su vida austera y bonachona.
Pero, deteniéndose
bien en este tema, ¿cuántas de las personas que se pasan minutos y horas
adorando a Mujica –con quien tengo cierta simpatía idelogógica y no mucho más
que eso-, serían capaces de vivir la vida bajo sus preceptos y con sus
principios? ¿Estamos preparados para afrontar el desafío que nos significa como
argentinos –porque mi tesis es que es algo cultural más que personal- llevar
una vida austera y ganando apenas poco más de lo necesario aún pudiendo ganar
mucho más? Pocos están listos para hacerlo, pero muchos gastan saliva,
tiempo y energías en adorarlo. Y eso es, ni más ni menos que una gran
hipocresía.
Y el caso de Mujica
es sólo uno de tantos que suceden más a menudo de lo que nos imaginamos, pero
revela una de las peores facetas de nuestro ser que es la profunda mentira con la
cual convivimos a diario y que nos quita cualquier entidad a la hora de
reclamar o pedir otro tipo de actitudes, aún cuando nosotros no las tenemos ni
las tendríamos. Y así vivimos, convencidos de ser lo que no somos y reclamando que hagan lo que no haríamos. Es que quizás, todo eso se pueda resumir con lo que decía el personaje de George en la serie Seinfeld: “no es mentira,
si vos la crees”.