lunes, 15 de octubre de 2012

La cerveza y la bolsa


   La hipocresía es, en muchas ocasiones, la madre de todas las posibles explicaciones a la hora de tratar de comprender determinadas posturas y actitudes en diversas situaciones. Por definición, esta actitud implica la adopción, constante o esporádica, de creencias, opiniones, virtudes, posturas y hasta en muchas ocasiones sentimientos ajenos a quien los esgrime y actúa muchas veces como máscara de cierta pretendida reputación. Y este es, quizás, el más fuerte de todos los males de esta sociedad.
      El domingo a la noche, se me ocurrió comprar empanadas y, para acompañarlas, tuve la peregrina idea de comprarme una lata de cerveza. Eran las 22 y, según establece la ley provincial 11825, en el territorio de la provincia de Buenos Aires, entre las 21 y las 10, está prohibida la venta de bebidas alcohólicas en kioscos, polirrubros y demás locales del rubro.   
   Tras comprar las empanadas, pregunté en un kiosco contiguo al local si efectivamente podía o no comprar cerveza, a lo que la respuesta del comerciante fue un no; acto seguido, lamenté, me disculpé y me estaba por ir cuando, él solo, me ofreció una bolsa para taparla y llevarla, cosa que efectivamente hice, violando parte del contrato social que pretendo cumplir.
   Ahora bien, la de la cerveza, no es más que una pequeña, ínfima e insignificante muestra del grado de putrefacción con el cual convivimos a diario. Porque, en definitiva, ese hombre tiene una carga cultural, una suerte de “aval histórico” que le dice que esas pequeñas trampas pueden ser realizadas sin correr ningún peligro y sin siquiera causarle un pequeño malestar a su conciencia, ya anquilosada e inmersa en una lógica que la trasciende y sigilosamente la configura.
    La cultura de la trampa, del engaño, está de tal manera instalada en nosotros que podemos convivir con ella aún cuando en los demás la criticamos y nos llenamos la boca de palabras opulentas para condenar actitudes que, llegado el caso, nosotros probablemente también haríamos.
   Es que, en menor o mayor medida, actitudes como la recién descripta, conviven con nuestro “ser argentino”, en cada momento de nuestra vida y frente a nuestras narices sin que nosotros tengamos ninguna condena e inclusive, con alguna risa contemplativa, las avalemos de acuerdo de quién venga.
   Lo sugestivo surge al analizar que las condenas a este tipo de actitudes tienen una actitud condenatoria cuando se ven teñidas por cuestiones de clase o de poder. Y, algo también llamativo es que cuestiones como esta se hacen generalmente visibles en sectores sociales comúnmente ligados a los estratos de medios para arriba. La cada vez más heterogénea e indefinida clase media.
   Todas las enfermedades deben ser tratadas desde su raíz más profunda, y cuando estos males son sociales, más aún. La propagación de actitudes que chocan con el bien común y, como contrapartida, la condena hacia las mismas cualidades que nosotros profesamos, no puede sino prolongar un mal que nos tiñe a todos, en mayor o menor medida.
   ¿Con qué tino, bajo este prisma, una persona puede condenar a un gobierno o un funcionario de corrupto cuando, por ejemplo, compra ropa trucha, autopartes robadas, se va antes del trabajo o abusa de falsas carpetas médicas para faltar y pide o paga coimas para evitar multas?  La respuesta debería ser con ninguno, pero sin embargo eso sucede; y sucede a menudo amparado bajo el infame paraguas que da saber que hay otro, que tiene más poder que uno, que también lo hace. Ergo, no se trata del hecho en sí sino de la lucha de poder que enmarca la trampa y que la hace existir y eternizarse; esto quiere decir, en definitiva, que si contasen con el poder, probablemente los condenatorios harían cualquier cosa amparados en esa horrorosa impunidad que brinda.

MUJICA Y NOSORTOS

   Ahora, por ejemplo, parece que está de moda adorar a Mujica. Lejos de detenerme en un análisis político –sus fans tampoco lo hacen-, es notorio advertir como todos le ponderan al presidente uruguayo su manifiesto desapego por las cosas materiales, su simpleza a la hora da valorar las cuestiones importantes de la vida y, en definitiva, su vida austera y bonachona.
   Pero, deteniéndose bien en este tema, ¿cuántas de las personas que se pasan minutos y horas adorando a Mujica –con quien tengo cierta simpatía idelogógica y no mucho más que eso-, serían capaces de vivir la vida bajo sus preceptos y con sus principios? ¿Estamos preparados para afrontar el desafío que nos significa como argentinos –porque mi tesis es que es algo cultural más que personal- llevar una vida austera y ganando apenas poco más de lo necesario aún pudiendo ganar mucho más? Pocos están listos para hacerlo, pero muchos gastan saliva, tiempo y energías en adorarlo. Y eso es, ni más ni menos que una gran hipocresía.
   Y el caso de Mujica es sólo uno de tantos que suceden más a menudo de lo que nos imaginamos, pero revela una de las peores facetas de nuestro ser que es la profunda mentira con la cual convivimos a diario y que nos quita cualquier entidad a la hora de reclamar o pedir otro tipo de actitudes, aún cuando nosotros no las tenemos ni las tendríamos. Y así vivimos, convencidos de ser lo que no somos y reclamando que hagan lo que no haríamos. Es que quizás, todo eso se pueda resumir con lo que decía el personaje de George en la serie Seinfeld: “no es mentira, si vos la crees”.