Estoy aprendiendo a esperar. Esperar que las cosas sucedan, y si no suceden, al menos sacar algo provechoso de la mera espera.
Paradójicamente, mi
vida, íntimamente ligada al tiempo, está más relacionada a la espera que a las
esperanzas. En la raíz de los términos esté, quizás, el significado
necesariamente mutuo de ambas nociones; porque sin esperanzas, ¿qué se espera?
Esperar no implica movimiento, pero muchas veces moviliza.
Previo a mi última sesión de terapia, tuve que
esperar y elegí reparar en una imagen que comenzó a producirse casi mágicamente
frente a mis ojos. Yo, solo, estaba quieto –esperando- en uno de los sillones;
en frente mío, una bella madre y su hijito de no más de 7 años, completaban el
escenario, que se adornaba con algunos libros, una luz tenue y algunos muebles
algo antiguos, dignos de una sala de espera de terapia; algo así como la espera
para la esperanza.
Primero, debo
admitir, quedé asombrado por la simple belleza de la madre, que se hacía aún
más interesante con dos grandes anteojos que configuraban su rostro, dotado de
una amplia y blanca sonrisa, de manera ideal. El niño, evidentemente, era su
hijo; sus rastros lo delataban.
Primero comenzaron leyendo
un libro de colores, pero evidentemente, el nene quería algo más complejo. Apenas
pasaron segundos cuando ella sugirió: “Una revista de animales. ¿Vamos a
leerla?”, y el nene asintió entusiasmado. Y comenzó lo que para mí serían, más
que minutos de espera, momentos de paz, de significación y de contemplación.
Es cierto que hay
excepciones, pero en las generales, las madres –siempre hablando en la cultura
occidental y en madres de lo que vulgarmente se conoce como “clase media”-
tienen el don de educar, de guiar, de mostrar caminos; de comenzar a mostrar a
sus hijos las alternativas de lo que es el complejo mundo donde vivirán por,
esperan, muchos años.
Esta no era otra
imagen que esa: mientras ella leía, con un tono casi de maestra jardinera,
lleno de onomatopeyas, sonrisas cómplices y variaciones pedagógicas de la voz,
el nene completaba cada frase, cada dibujo y cada momento con una sonrisa que
cerraba perfectamente esa suerte de simbiosis que sólo un vínculo como el de
madre-hijo puede hacer posible. Yo, mientras, miraba feliz, con algún dejo de
ilusión y remembranza tal vez perdido en el tiempo.
Los minutos de
espera, por suerte, siguieron pasando, como fueron sucediéndose, también, las
sonrisas de ambos y los aprendizajes, míos y del niño; también, quizás, de la
madre.
En ese contexto, no
era menor el hecho de que ambos estaban, al igual que yo, esperando que su
terapeuta los llamara para su turno; eso le ponía a la situación el necesario
ingrediente de conflictividad propio de cualquier vínculo de esa índole y casi necesario para mi observación.
Pensé, por un momento, en generar algo así
como un estado de situación; y, entonces, me imaginé a una joven madre
recientemente separada –la mujer no tenía más de 35 años-, llevando a su hijo a
terapia para poder asimilar la falta del padre que, presente o no, podía
condicionar su crecimiento armónico. Así pensado, ella era la heroína total de
la película y el cuadro era sencillamente inigualable.
Eso, ciertamente,
le otorgaba a la escena un matiz invalorable y sublime; podía sentirme parte de
esa historia; creía poder encontrar en ella alguna similitud, alguna extraña y
propia complejidad que hacía aún más maravilloso el lugar, el rol, el papel, de
ella, la madre, en todo este engranaje de relaciones.
No hay nada en
nuestra cultura como la relación madre/hijo; nada se equipara y nada llega
hasta esas dimensiones impensadas y maravillosas. La espera para una terapia “de
pareja”, no era otra cosa que la reafirmación de esa noción, y no podía sino
conmoverme tanto que no emití sonido durante los 20 minutos de espera –algo difícil
para mí-.
Una foca –o un
lobo marino-, un león –o un tigre-, rojo o azul o violeta, verde, amarillo,
naranja… todos eran conceptos que el niño estaba reafirmando de la mano de su
madre, que pacientemente –casi como una metáfora del momento- le enseñaba con una
devoción y un amor dignos de una escena publicitaria.
Hasta que mi
terapeuta bajó y me llamó; ellos dos, sumergidos en su mágico inframundo de
animales y sonrisas, siguieron construyendo un lazo inviolable.
Probablemente, en
unas semanas más, el chico no recuerde ese momento; a la madre, tal vez, le
llevará algunos meses más que su mente borre o al menos filtre este episodio
quizás repetido y rutinario. Yo, por mi parte, pude sentirme un privilegiado; estando
casi sin estar, presencié algo tan simple como maravilloso y reviví, como
hacía mucho no lo hacía, la insuperable sensación de sentir el amor de una
madre.